No creas que estoy loca, en realidad uso a Lola para hablarme a mí misma porque me da pena que me vean hablando sola, hay gente a la que no le importa, a mí sí.
Hablar con una no es raro, menos con los perros o los gatos, o los pájaros, incluso con los peces que parecen niños autistas dentro del agua, pero hablar con las cosas es algo especial. Antonio es otra cosa, “se cuece aparte”, como dicen por ahí.
Yo recuerdo a mi vecina, chiapaneca, hablando con sus plantas. Había una mata de chile que ya llevaba dos años y no daba un solo fruto. Un Sábado de Gloria le dijo:
“¿Qué no te da pena, vos, que ni siquiera un chilito así de pequeño has dado? Mira tu hermana, harto chile, rojea de tanto que da. Ya te puse tierra, abono, pero sos floja, ya no sos una plantita, grande es que estás. A ver si ahora si te apuras y ya comienzas a dar. ¿Viste?”.
Lucio también hablaba. Se iba al mercado a comprar mangos. De regreso lo veías comiendo mango. Lo levantaba, lo veía, le decía: “¡Qué sabroso te ves!”, y le soltaba una mordida con todo y cáscara.
Lucio es chistoso, tiene gracias, no como Mario, él cada que está bebido se para frente a los postes de luz, los abraza, se retira y manotea. Se pone el dedo índice en la boca y después lo mueve como diciendo no. Mario platica con los postes y cuando acaba, los orina y se va.
Todos estos son poca cosa comparado con Antonio, él habla con su taladro.
Cuando ya llevaba “medio estoque adentro”, buscaba entre sus herramientas un estuche negro, una vez que lo encontraba se lo llevaba al sofá preferido de su sala, sacaba una botella de tequila y un caballito y se acomodaba. Abría el estuche negro y dentro estaba su taladro marca Black & Decker, de color verde aceituna, sobre una franela roja como si se tratara de algo muy frágil o de un arma muy fina. Ahí se quedaba viéndolo con los ojos llenos de asombro. Después, con mucho cuidado, lo sacaba, lo volteaba, lo olía y le pasaba los dedos de una manera tan cuidadosa como a una mujer o a un bebé.
“Lo tengo desde hace 30 años y no me ha fallado, no lo he llevado ni una vez a reparar. Creo que es el mejor taladro que he tenido en mi vida”, decía mientras lo levantaba.
Hablaba de la herramienta como si ésta no fuera más que eso, un objeto, pero conforme Antonio se iba echando sus caballitos le comenzaba a hablar de tú, como si con la lengua arrastrara las palabras sobre su paladar o las forzara para que pasaran por entre los dientes:
“¿Cuántos agujeros habremos abierto? ¡Eres un cabronazo!”.
El otro día cuando hacía yo el aseo del baño, hasta vi que le salían lágrimas mientras lo sostenía frente a él con todo y la broca.
A mí, Antonio me da sentimiento cada que lo veo desde lejos hablar con su taladro porque una debe estar muy agradecida con alguien o algo para tenerle ese cariño. Y si el taladro de verdad sintiera lo que Antonio le dice, qué envidia de que a una la quieran tanto por lo que sirve una a la gente.
Pero como te digo, a mí todavía me apena hablar conmigo misma en voz alta.