El escritorio público es el nieto del portal de escribanos, que Gabriel García Márquez describe así en la novela El amor en los tiempos del cólera: “Era una galería de arcadas frente a una plazoleta donde se estacionaban los coches de alquiler y las carretas de carga tiradas por burros, y donde se volvía más denso y bullicioso el comercio popular. El nombre le venía de la Colonia, porque allí se sentaban desde entonces los calígrafos taciturnos de chalecos de paño y medias mangas postizas, que escribían por encargo toda clase de documentos a precios de pobre: memoriales de agravio o de súplica, alegatos jurídicos, tarjetas de congratulación o de duelo, esquelas de amor en cualquiera de sus edades. No era de ellos, desde luego, de quienes le venía la mala reputación a aquel mercado fragoroso, sino de mercachifles más recientes que ofrecían por debajo del mostrador cuantos artificios equívocos llegaban de contrabando en los barcos de Europa, desde postales obscenas y pomadas alentadoras, hasta los célebres preservativos catalanes con crestas de iguanas que aleteaban cuando era del caso, o con flores en el extremo para que desplegaran sus pétalos a voluntad del usuario.”
María Eugenia Cervantes tiene un escritorio público en el número 15 de la calle Hidalgo en el primer cuadro de la ciudad (Escritorio Público Gena), que está a punto de desaparecer:
–Firmé contrato de arrendamiento para el año que entra pero con la condición de que si en los primeros tres meses no saco para pagar la renta voy a cerrar el negocio y dejar el local –afirmó.
Sentada en el quicio de la puerta del edificio donde hace muchos años estuvo la Secretaría de Hacienda, relata que el negocio fue muy productivo hasta antes de la aparición de internet, ya que en aquel tiempo se usaban las máquinas mecánicas o eléctricas y copias para llenar formularios, solicitudes y pedimentos, se hacían demandas, quejas, y documentos, declaraciones, facturas...
–Todo esto acabó desde hace mucho. Hay días que no se gana ni un peso, aunque no se cobre mucho, veinte pesos carta y treinta oficio –dijo.
Todo pasó por la calle, también el tiempo contando historias
María Eugenia relata que tiene clientes que conoció hace más de veintiséis años y algunos aún regresan a dictarle sus escritos, otros ya no viven en Cuernavaca o ya murieron.
–Con el tiempo y el trabajo uno los va entendiendo y va conociendo su estilo. Hace como 15 años venía un señor ya grande. No sabía leer ni escribir pero tenía una pronunciación perfecta y me dictaba de una manera fluida, redonda, clara, ordenada. Por el contrario, una vez vino un periodista que todavía debe andar por ahí. Era muy enredado y grosero en los que escribía. Vino dos veces más pero a la tercera le dije que yo no quería escribir lo que él me dictaba y le expliqué la razón. Él me argumentó que las cosas que decía las decía él, no yo, y que me pagaba para que yo lo escribiera. Yo insistí en que no le tomaría el dictado y tuvo que irse. Recuerdo también a un hombre ya maduro que me pidió una carta para una mujer que vivía en Estados Unidos. No sabía qué decir y me pedía que yo le dijera a la mujer cosas bonitas. Yo entendí que él en realidad no podría decirlas y le tuve que ayudar. Por varias semanas estuve escribiendo cartas de amor; un día ya no volvió a venir. Pasaron algunos meses y una vez entró por esta puerta y me saludó muy efusivo: se había casado con la mujer y se vino a despedir de mí porque ya se iba al otro lado.
Frente a una Olympia mecánica o eléctrica María Eugenia vio ir y venir a la niñez hacia la escuela primaria Benito Juárez, que queda a unos pasos de ahí:
–No recuerdo nombres pero sí rostros de niñas y niños que caminaban de ida y regreso y me saludaban y me decían adiós. Después fueron cambiando a rostros de muchachos ante mí vista, incluso algunas niñas que salían de la preparatoria pasaban y regresaban a saludar. Eso he visto en todos estos años: Hidalgo siempre ha sido muy viva, antes había menos coches que ahora, pero siempre ha habido mucha gente y todo ha pasado ante mí.
La secretaria
La señora Cervantes es originaria de Michoacán, estudió en Uruapan, en la escuela comercial Remington, se graduó a los 14 años y después se vino a vivir a Cuernavaca.
–Yo estudié con maestros muy estrictos. En cuento salíamos, muy jovencitas de la escuela comercial, ya teníamos trabajo; las secretarias éramos muy cotizadas por los jefes. Sí, éramos eficientes, teníamos buenos sueldo y buen trato. Se destacaba un jefe que tenía una buena secretaria. Sabíamos escribir bien y rápido, tomábamos dictado en taquigrafía, sabíamos de administración. Ahora con las laptops (la máquina) puede saber la ortografía correcta de la palabra y seleccionarla, o cuando cometes un error aprietas una tecla y corriges inmediatamente, pero estas herramientas en vez de ayudar a los muchachos parece que los perjudican porque tienen muchísimos errores. Uno a veces no entiende esos errores. Es más difícil escribir las palabras con esos terribles errores que redactarlas correctamente. Sin temor a equivocarme, en aquella época de las máquinas de escribir mecánicas la gente se preocupaba más por escribir correctamente, una correcta ortografía, una buena sintaxis es parte de la personalidad, una persona pulcra se esmera en escribir sin errores, y este conocimiento y disciplina lo utiliza uno en la vida diaria.
María Eugenia relata que cuando hicieron su aparición las computadoras se tuvo que actualizar. “Yo tuve que tomar un curso de ocho meses. Al principio me parecía imposible. Me daba miedo de que fuera a descomponer la computadora si apretaba un comando incorrecto. Pero fui venciendo eso y pude terminar mi curso y manejar las computadoras”, expuso.
La ley de la vida
Le han tocado épocas muy buenas y malas rachas, ha vivido procesos y transformaciones: "pero todo lo viví y lo disfruté porque amo lo que hago, me gusta escribir, hacer algo útil para hacer feliz a la gente. Y tienen uno que entender que todo lo que comienza termina, y esto que digo no son sólo palabras, es una ley de la vida”, concluye.