Martín y yo fuimos al cine, donde se estrenaba la película “Es mi vida” (1980). Salimos al terminar la función y fuimos a comer unos tacos, ahí mi primo me dijo muy serio: “Viste que cuando se pelea Juan Gabriel no golpea con el puño cerrado… Y luego cuando sale corriendo, uno no corre así como corrió él con los codos pegados a las costillas y las manitas juntas en el pecho. ¡Puta madre, a mí se me hace que sí, que es mampito!”, me dijo.
En el pueblo hay una zona donde las calles sin pavimentar están llenas de casuchas de tejas y de adobe. Sus puertas son de madera que permanecen hasta eso de las doce del día: la hora del loco.
En esos lugares venden cervezas. Al fondo hay una rockola. La mesera no le dio al aparato tiempo de calentar con algo menos lastimero. “Por qué fue que te amé”; “Tú que fuiste”; “La diferencia”; “Caray” suenan a todo volumen.
¿A quién chingados se le ocurre ir a esas horas a la cantina? ¡A los borrachos! y algunos son muy exigentes: hasta botana quieren a estas horas, pero la cocinera apenas está poniendo la comida…
Martín y yo, vestidos con ropa de trabajo, veíamos desde la calle el trajín dentro de estos locales. La mesera –morena, chaparrita, chichis grandes y nalgas paradas- nos saludaba y nos echaba besitos: a las siete de la tarde, ella cambiaba de giro y de vestimenta y se volvía trabajadora sexual.
Martín no tenía ojos para otra que no fuera ella. Íbamos con ella al menos una vez por semana. Si estaba ocupada con algún cliente, esperaba, ansioso, a que terminará y entraba. Ella la esperaba semidesnuda, le daba un beso y lo metía al aposento. Mi primo pagaba el doble porque ocupaba el doble de tiempo, pero siempre me daba unos pesos para poner en la rockola. Mientras limaba sus horas y su dinero sobre la piel de la mujer, yo ponía una y otra vez las canciones de Juan Gabriel: “es que sólo con esas canciones se enciende esta cabrona”, me confesó una vez.
II
Juan Gabriel (Parácuaro, Michoacán, 7 de enero de 1950) uno de los pocos cantantes y compositores que tenía permitido entrar a las cantinas, sentarse con los meros machos, abrazarlos, entrar en su corazón y exprimirlos, con sus canciones, para aliviar las penas del amor más humano.
Su lugar está junto a otro compositor del pueblo: José Alfredo Jiménez.
Las canciones del Divo de Juárez son un éxito porque son sencillas en todos los sentidos: emplea una cantidad de palabras mínimas para expresar sentimientos elementales como son el amor, el desamor, la felicidad, la muerte… Dice verdades epidérmicas para quien quiere oír eso, porque está en una situación o circunstancia óptima para recibir esas palabras: “Hasta que te conocí vi la vida con dolor. No te miento: fui feliz aunque con muy poco amor”, lamenta.
A pesar de que domina todos los géneros de la música popular, la métrica de sus letras es de arte menor y sus rimas son consonantadas y asonantadas, fáciles.
Juan Gabriel no tiene los recursos poéticos que Agustín Lara o que el mismísimo José Alfredo, pero sus frases están construidas con oraciones simples (está descartado el hipérbaton en casi todas sus letras) y recurre a lugares comunes.
Hay una anécdota que ilustra la falta de interés de este artista por la literatura y por la música culta: en una ocasión un reportero le preguntó que si había leído “El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha”, y el respondió que no, porque no quería que ningún escritor lo influenciara en sus canciones que escribía.
Todo esto parecerían argumentos para objetar las letras de un compositor consagrado, pero en Alberto Aguilera Valadez, lo simple, lo cursi, lo ordinario, fueron recursos con los que pudo entrar al sentimiento y a la memoria del pueblo.
¡Salud. Y que siga sonando Juan Gabriel!