"Nada debe turbar la ecuanimidad del ánimo;
hasta nuestra pasión, hasta nuestros arrebatos
deben ser medidos y ponderados.”
Francisco Ayala
La historia que contaré a continuación es verdadera. Está relacionada con un artículo publicado en un diario europeo, pero adaptada a la realidad que vivimos, yo lo vivo frecuentemente, casi o cotidianamente. Es fundamental para mí, y para quien quiera considerarlo, reconocer que, como seres humanos imperfectos, al ser proclives al conflicto, tenemos que buscar un equilibrio para gestionarlo. De otra manera siempre lo haremos más difícil, y, por tanto, lo complicaremos más.
En esta época en la que debemos ir modificando todos los conceptos tradicionales porque toda ha ido cambiando de manera estrepitosa, ya no podemos hablar de “familia”, sino de “familias”. Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), se puede definir a la familia de la siguiente manera: “es el conjunto de personas que conviven bajo el mismo techo, organizadas en roles fijos (padre, madre, hermanos, etc.) con vínculos consanguíneos o no, con un modo de existencia económico y social comunes, con sentimientos afectivos que los unen y aglutinan”.
Definido así, vemos que actualmente hay familias nucleares, donde hay padre y madre; familias monoparentales, sólo hay uno de los dos: padre o madre; familias homoparentales; familias reconstituidas y familias extensas, entre otras más.
A pesar de estas diferencias entre los diversos tipos de familias, creo que los problemas de convivencia siguen siendo los mismos. Y es, a partir de la familia(s) donde aprendemos a gestionar el conflicto derivado de las funciones que tiene:
Allard nos dice que las funciones de una familia están relacionadas con cubrir una serie de necesidades básicas: la necesidad de tener: refiriéndose a lo material, son los aspectos económicos y educativos necesarios para vivir; la necesidad de relación: la familia enseña a socializarse, comunicarse con los demás, querer, sentirse querido, etcétera, y; la necesidad de ser: la familia debe proporcionar al individuo un sentido de identidad y autonomía de uno mismo.
Una de las funciones que más peso tiene, de acuerdo con la literatura, es la vertiente socializadora de la familia. Gracias a este proceso, las personas adquirimos los valores y las conductas o normas que son más aceptables en la sociedad en la que vivimos. En definitiva, la familia nos prepara para vivir en sociedad desde el ambiente de seguridad que nos proporciona; es el primer entorno al que los niños acceden para relacionarse y aprender, motivo por el cual es fundamental que la familia pueda cubrir esta necesidad básica para que tengan buen ajuste psicosocial en la adultez.
Va la historia: “Bere siempre se despierta tarde, y, por lo mismo, se le hace tarde para ir a la escuela. Se levanta de prisa, no le da tiempo de hacer su cama, desayuna a las carreras, deja los utensilios de cocina que usó sin lavar, y se marcha a la escuela. El padre, se trata de una familia monoparental, se desquicia, pero no le dice nada. Al siguiente día, Bere vuelve a hacer exactamente lo mismo. Nuevamente el padre se molesta y decide hacer frente a la situación hablando con ella. Sin embargo, ese día, es de entrenamiento y ejercicio, y no ve a su hija hasta llegada la noche. Así que no sucede nada y se van a dormir. Al día siguiente, Bere repite lo mismo. Ya son tres días que se ha repetido la misma historia.
Ese día, Bere llega temprano a casa. Es la hora de la comida, y ella, que ha llegado sonriendo y de buen humor, le pregunta a su padre: ¿te ayudo con la comida? ¿pongo la mesa? El padre, que lleva varios días con el enojo, levantando la voz, le grita. “¡No necesito tu ayuda! ¡Mejor ve y arregla tu habitación! ¿No te da vergüenza ser un desastre?
Bere no entiende porque su padre la recibe de ese modo. No comprende por qué su padre la maltrata de esa manera tan cruel. Seguramente, no era la respuesta que le debió haber dado. Él fue víctima de lo que se denomina el “péndulo asertivo”.
La asertividad es la habilidad de decir, lo que se tiene que decir, de manera que el mensaje llegue al otro de forma apropiada, sin que la otra persona se sienta ofendida o agredida. También se trata de elegir el momento oportuno, el tono adecuado y amable para manifestar el mensaje que se quiere decir.
La asertividad se encuentra en medio de dos actitudes. La pasividad y la agresividad. Por eso, aquella se mueve como un péndulo entre esas dos actitudes. Y esa es la razón por la que nos vamos cargando de agresividad. Y si hablo de mí, específicamente, yo me he comportado así. Me justificaba diciendo que era una persona que aguanta mucho, pero que mi paciencia se agotaba hasta que ya no podía más y explotaba. Y confieso que todavía me llega a pasar. Aunque desde que aprendí que si me callo por no querer decir las cosas o evitarme un mal momento, estoy llevando el péndulo de la asertividad hacia el lado de la agresividad. Y más tarde que temprano volveré a explotar.
La moraleja es sencilla: hay que decir las cosas cuando se debe. Claro, de una manera clara y respetuosa, y no esperar demasiado para evitar acumular sentimientos negativos, porque si los voy guardando, cada vez que tenga un disgusto, estaré echando una piedra más al costal, y al final, seguramente saldrá toda mi agresividad.
Y todo, absolutamente todo comienza dentro del seno familiar. Y de ahí se extiende en todos los ámbitos de la vida. Por eso es importante la ecuanimidad. Es decir, la capacidad de ser una persona serena, que no se exalta ni se deja arrastrar fácilmente por sus emociones.