¿Alguien que conozca parcialmente los prolegómenos de la guerra del Gobierno de Felipe Calderón ha desatado –y perdido, indiscutiblemente—ante el crimen organizado, va a creer que un capo de esa magnitud se les escape ya muerto? ¿Qué van a exhibir? Aparece en los medios una fotografía, pero en estos tiempos modernos que la ficción supera a la realidad, que los efectos especiales son herramienta recurrente, cualquier cosa que se diga, se haga y más se publique, debe anteponer y culminar con signos de interrogación. Hasta estos extremos hemos sido arrastrados por la falta de calidad, capacidad, compromiso y sobre todo talento de nuestros gobernantes, en cada nivel, por todas partes.
Si hubo cualquier acuerdo para que el señor Lazcano saliera de la operación criminal, muy bien, eso suele suceder en muchas partes del mundo que en la búsqueda de soluciones se dan alianzas increíbles y surgen los salvoconductos. Si el Gobierno busca legitimización en sus estertores administrativos y políticos, nada los salva. El presidente Felipe Calderón está condenado a ser marcado con el plumón negro de la historia. No sabemos si lo imaginó, pero decenas de miles de familias lo van a mal recordar y si lo mientan no será para bien. Y lo que fueron las cosas, se la pasó buscando perfiles similares al suyo hasta que al final los encontró: Germán Martínez, César Nava, Ernesto Cordero, y después de la búsqueda encontró en el jilguerillo que fácil le gana a cualquier merolico de tianguis, el secretario de Gobernación, Alejandro Poiré –gusta que se pronuncie Pauré, no importa—a un clon perfecto.
Nada más échenle un ojito y ya verán: la ceja alzada, el tono duro y sin equívocos, recia la personalidad y más macizo el semblante. Ese es el poder que México ha tenido seis años y estas –casi 100 mil muertos—nuestras desgracias.
El comentario sobre Heriberto Lazcano no entra en el plano policíaco-criminal, es más bien la intención de arribar al terreno de la política. Increíble que uno de los hombres más buscados por Estados Unidos y México, con recompensas respectivamente de cinco millones de dólares y 30 millones de pesos, haya sido sustraído de una funeraria, sin que nadie los molestara. No habrá exhibición de ningún trofeo, porque nadie ganó la competencia y, eso sí, signos de duda, una tras otra recorrerán el aire, los cables y se teñirán de tinta por el hecho.
Todavía faltan como dos meses y fracción para ganar el combate en el último segundo, porque en los once asaltos iniciales, ha sido una paliza la que ha recibido el pueblo de México a causa de la obediencia –puede ser a los vecinos del norte— o la tozudez de un hombre que lo imaginamos como el Napoleón en “Las 33 estrategias de la guerra” de Robert Greene, que para esconder sus complejos y espantar a sus duendes, caminaba en torno de una gran mesa rectangular rodeada de ministros extranjeros, sobre sus altos tacones de las botas, más de puntitas para esconder su tamaño físico, y engolaba la voz como si se tratara de un hombre alto y fornido.
Claro, la diferencia es que Napoleón Bonaparte era un estratega natural y ganó casi todas sus guerras, y nuestro señor presidente la única que emprendió, está perdida.