Tras la inauguración, que corrió a cargo del diputado Jorge Arizmendi García, los temas abordados en las mesas fueron Reforma a la Ley General de Transporte del Estado de Morelos, Modernización del transporte, Coordinación entre autoridades municipales y transportistas, Reestructuración de la Dirección General del Transporte y Elaboración del diagnóstico del transporte.
Desde luego, el propósito del evento fue “producir una nueva legislación que permita generar las condiciones de la prestación de todas las modalidades del servicio de transporte, en beneficio tanto de los intereses de los usuarios como de los propios empresarios, concesionarios y permisionarios”, según explicó la diputada Jiménez Tovar, cuyas buenas intenciones para mejorar el servicio son encomiables. Sin embargo, me parece que cualquier tema vinculado al sector debe analizarse con prudencia y sin anticipar vísperas. Ni los legisladores actuales o de épocas pasadas, ni las autoridades gubernamentales (actuales y anteriores), han tratado con ángeles, sino con sujetos inclinados al lucro. Sin embargo, sería aberrante no otorgar el beneficio de la duda al nuevo esfuerzo legislativo.
Y como evidencia sobre la conducta asumida en determinados momentos por los permisionarios del transporte, con y sin itinerario fijo, tenemos la segunda parte de la columna de ayer. A continuación la forma en que se gestó el actual sistema de transportación en Cuernavaca y casi todas las regiones de Morelos.
Transcurría marzo de 1985, cuando el entonces gobernador de Morelos, Lauro Ortega Martínez, recibió la visita del ex gobernador de Guerrero, Rubén Figueroa Figueroa. Ambos se conocían desde varias décadas atrás, pero al ex mandatario le urgía resolver un “problema” causado por el Instituto Nacional de Antropología e Historia en un predio de su propiedad, ubicado en la mencionada calle Cerritos de Cuernavaca. El INAH había suspendido la construcción de varias casas debido al hallazgo de vestigios arqueológicos. Don Lauro giró órdenes para que se atendiese la petición de su amigo, sin vulnerar la normatividad de dicha institución. Figueroa estuvo de acuerdo con ello.
Empero, el también presidente vitalicio de la Alianza de Autotransportistas de la República Mexicana aprovechó el viaje para pedirle a don Lauro un encuentro con Jesús Escudero, quien movía los hilos conductores del antiguo sistema de transporte público en Morelos. El gobierno estatal, a pesar de las frecuentes presiones orquestadas por varias agrupaciones de permisionarios, no aceptaba el incremento de nuevas tarifas. Escudero, pues, tenía interés en conocer a Ortega Martínez y hacerle algunos planteamientos a nivel personal.
El encuentro se dio en una de las casas propiedad de Rubén Figueroa, cerca del sitio donde el INAH llevaba a cabo sus excavaciones. El guerrerense fue un magnífico anfitrión, ofreciendo exquisitas viandas y agua fresca a discreción. Nada más. Mientras duró la degustación, la plática de los tres personajes versó sobre temas ligeros, básicamente vinculados a la vida pública nacional. Nada trascendente. Vino la sobremesa y Jesús Escudero abordó entonces el asunto de su interés: el incremento a las tarifas del transporte público local.
El empresario transporteril, a quien se atribuía aquí la posesión del 90 por ciento de concesiones a través de sociedades mercantiles, quiso justificar la solicitud de aumento tarifario, pero sus argumentos no encontraron eco en el gobernador morelense, entonces bastante consolidado ante el gobierno federal gracias a su estrecha amistad con el presidente en turno, Miguel de la Madrid Hurtado, y porque simple y sencillamente no quería afectar la economía popular.
Surgió entonces el manoteo sobre la mesa por parte de Escudero, quien le espetó a don Lauro sin medir las consecuencias de su soberbia:
- ¡Métase conmigo, gobernador, y ya verá! Tengo el suficiente poder como para iniciar un paro en el transporte cuando a mí se me pegue la gana.
Sin embargo, el permisionario, otrora propietario de la poderosa línea camionera “Flecha Roja” y con un altísimo predominio en las costas chica y grande de Guerrero, escuchó estupefacto la rápida respuesta del gobernador de Morelos:
- ¡A mí no me intimida, Jesús! Y déjese de manoteos, porque yo en ningún momento le he faltado al respeto. ¡A mí me respeta, estamos en mi tierra! ¡Nomás eso me faltaba!
Y luego, dirigiéndose a Figueroa, le expresó:
- Amigo Rubén, lamento mucho que esto suceda en tu casa. Yo creí que estábamos entre adultos.
Intervino entonces Rubén Figueroa con una moción de orden dirigida a Escudero:
- Jesús, debo recordarte que eres amigo mío, pero Lauro también lo es. Así que te invito a calmarte, esa no es la forma de lograr acuerdos. E inmediatamente cambió el tema comentando cualquier cosa relacionada con el tercer informe de don Lauro, a celebrarse a mediados de abril. Escudero ya no tocó más el asunto de las tarifas y se dedicó a esbozar sardónicas sonrisas o asentir con la cabeza sin decir nada.
Al día siguiente, Ortega envió a un propio a la casa de Escudero en Cuernavaca portando la invitación para el tercer informe. El transportista acudió a la ceremonia como si nada. Pero una vez cumplida la formalidad de leer el documento ante el Congreso local, don Lauro citó a su gabinete de seguridad pública y a directivos del transporte, a quienes les informó que en ese momento se abría la expedición de concesiones para establecer un nuevo sistema de transporte público en Morelos.
Fue así como nació lo que hoy conocemos como “rutas”, aglutinadas en Rutas Unidas y otra parte en la Federación Auténtica del Transporte. Al principio operó con improvisaciones, no sólo en los derroteros, sino también en cuanto a la comodidad de los vehículos, pero lo trascendente fue que Don Lauro no dio marcha atrás, ni cedió ante presiones del otrora denominado pulpo camionero. Insisto: Don Lauro mantuvo firme su premisa de trabajar a favor de la sociedad morelense, sin pensar jamás en beneficiarse a nivel particular.