Y no lo indica cualquier fuente informativa, sino la Encuesta Nacional de Victimización y Percepción sobre Seguridad Pública 2011 (ENVIPE), auspiciada por el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI). Solo el 8 por ciento de los crímenes perpetrados en el país en el último año fue denunciado, mientras que 24 por ciento de la población mexicana fue víctima de algún delito del orden común.
La encuesta afirma que de 2005 al 2011 la percepción de inseguridad en el país pasó de 54.2 por ciento a 69.5 por ciento, mientras que las autoridades de menor confianza para los ciudadanos son los jueces, la policía municipal y la policía estatal. La ENVIPE estima que durante 2010 se generaron un total de 22 millones 714 mil 967 delitos cometidos a 17 millones 847 mil 550 personas, lo que representa un promedio de 1.3 delitos por víctima.
La Encuesta del INEGI destaca que el delito más cometido en el país durante 2010 fue el robo o asalto en la calle o transporte con el 24.2 del total de crímenes contabilizados, seguido de la extorsión, con el 23.7 por ciento, y el robo de vehículos, con 12.10 por ciento.
Por si ustedes no lo saben, Morelos sigue ubicado entre las primeras seis entidades federativas donde más se cometen dichos ilícitos. Los resultados de la encuesta también revelan que el 39 por ciento de las personas cuestionadas creen que la inseguridad en el país empeora, seguido del 36.9 por ciento de encuestados que afirmaron que la inseguridad seguirá igual.
Frente a todo lo antes expuesto surge la inevitable pregunta: ¿De qué ha servido tantísimo derramamiento de sangre en la guerra contra el crimen organizado decretada por el gobierno federal a finales de 2006? ¿Por qué no han funcionado los miles de millones de dólares gastados por todas las instituciones de seguridad pública (de los tres niveles de gobierno) dizque para restablecer la paz ciudadana y la tranquilidad orgánica nacional? Aun así, gentiles lectores, el Proyecto de Presupuesto de Egresos 2012 del gobierno federal contempla fuertes incrementos a los ya de por sí abultados presupuestos de las instituciones federales actualmente responsabilizadas de la lucha contra las bandas criminales, mientras que el dinero destinado a programas de desarrollo social, la salud, la educación y la infraestructura han disminuido.
No se necesita ser un docto en la complicada materia de la seguridad pública (e inclusive respecto a temas vinculados a la seguridad nacional) para explicar los factores por los cuales creció la incidencia delincuencial hasta alcanzar sus niveles actuales frente a un estado fallido. La actividad criminal tuvo orígenes institucionales. Este ha sido el factor crucial. Los delincuentes encontraron un incentivo institucional importante para violar la ley porque estaban (¿lo siguen estando?) seguros de que las instituciones de seguridad pública funcionan mal. La impunidad incentiva el delito. La más reciente encuesta del INEGI lo confirma.
Por otro lado el aumento de la actividad delictiva parece tener dos orígenes. Por una parte, la crisis económica, específicamente el aumento del desempleo. Otra causa es la ineficacia institucional que se traduce en un estado de derecho débil y que estimula la conducta delictiva. Agravando el malestar ciudadano, la baja evaluación del desempeño de las autoridades se traduce en un alto temor al delito.
Sin embargo, déjeme decirle a usted que lo anterior no es nuevo para nosotros, pues todavía antes de la aplicación de las famosas encuestas del INEGI, en el año 2006 generamos varios escenarios probables sobre lo que vendría en tiempos posteriores gracias a estudios longitudinales aplicados a las transiciones políticas nacionales. En 2006 (y no es jactancia) anticipamos que el presidente Felipe Calderón Hinojosa y el gobernador Marco Adame Castillo enfrentarían una serie de vulnerabilidades, entre las cuales mencioné el descontrol de la violencia y la prevalencia de la cultura de la ilegalidad.
El descontrol de la violencia era entonces (y sigue siendo hasta ahora) el problema número uno de México, originado por la baja eficacia gubernamental para controlar el fenómeno (la violencia política, la criminal, la social). Según vemos, se trata de una doble crisis en el corazón del Estado. Primero, una crisis de prioridades históricas de gobiernos que durante las últimas décadas olvidaron que su tarea fundamental era la seguridad y el control de la criminalidad. Segundo, se trata de una crisis de legitimidad en el uso de los instrumentos de coerción del Estado, los cuales no fueron usados a tiempo por la autoridad para aplicar la ley y castigar su violación, ni reconocidos por los ciudadanos como instrumentos legítimos de acción del gobierno. El resultado: la impunidad vigente hasta hoy.
Por otro lado tenemos la cultura de la ilegalidad. La crisis de seguridad pública es una expresión de un problema más amplio: la no vigencia del estado de derecho. La tercera parte de los mexicanos creen que las leyes no deben respetarse si no son justas, es decir, si no les parecen justas Los ciudadanos no se sienten obligados por la ley, sino injustamente constreñidos por ella. Y a pesar del gigantesco presupuesto aplicado por el gobierno federal y los gobiernos estatales en todo el país para combatir a la delincuencia (en casi todas sus vertientes), la sociedad sigue teniendo la percepción de inseguridad pública. Empero, no sólo se trata de una sensación colectiva, sino de un fenómeno real y en ascenso, según percibimos ayer en la encuesta actualizada del INEGI.
Los delitos que se cometen en Cuernavaca y el resto de la entidad revelan que, a pesar de su pequeña condición territorial, Morelos es una región conflictiva, actualmente ubicada en el lugar número seis de la incidencia delictiva nacional, según los delitos cometidos por cada 100 mil habitantes.