A juzgar por las apariencias, las elecciones concurrentes de este domingo no terminarán con los resultados oficiales del IFE, tocante al proceso federal, o del Instituto Estatal Electoral, en lo concerniente a los comicios locales. No. Lo que estaba ocurriendo en diversas regiones morelenses hasta el momento de redactar la presente columna, documentado ya por la Procuraduría General de Justicia de Morelos como evidentes delitos electorales, nos lleva a inferir que el proceso entrará en una complicada etapa de judicialización postelectoral. Los partidos que no resulten favorecidos este domingo buscarán ganar en la mesa lo que no obtuvieron mediante el voto ciudadano. Los primeros recursos jurídicos, conteniendo denuncias por acarreo de votantes, compra de sufragios, distribución de dádivas y demás vicios estructurales de los comicios en México, pasarán un primer filtro ante el Instituto Estatal Electoral, para continuar su ruta hacia el Tribunal Electoral del Poder Judicial del Estado o, en su defecto, concluir en alguna sala del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación. Este escenario, definitivamente, judicializa la contienda y reduce de manera proporcional el nivel del debate político.
La consejera Marván Laborde añade al respecto: “Con estas acciones se está llenando el camino de piedras a la democracia mexicana, que no sólo afectan al contrincante, sino que alteran el proceso electoral en su médula. ¿De verdad queremos una democracia litigiosa?”. E indicó: “Los partidos y los candidatos tienen salvaguardados sus derechos políticos, pero no está de más solicitarles que actúen más en el terreno de la política, del debate y la confrontación de ideas, y en menor medida en el ámbito de los pleitos judiciales”. Podemos entender los conceptos de la consejera electoral de la siguiente forma: son los jueces quienes tienen o tendrán la última palabra en el inminente proceso electoral, y será así (sucedió en Michoacán) como se decida quién o quiénes tendrán acceso a los cargos de elección popular. Muchos comicios se han perdido en la “mesa” y no en la contienda abierta, que muchísimo dinero le cuesta a los mexicanos.
Las autoridades que organizan las elecciones (como el IFE o el IEE) son órganos administrativos y sus decisiones pueden ser sometidas al análisis de las autoridades jurisdiccionales; pero el Poder Judicial emite la última palabra en las elecciones. Así se encuentra establecido en nuestro marco jurídico. El artículo 41 constitucional concibe al Tribunal Electoral, no sólo como órgano jurisdiccional autónomo, sino además como autoridad jurisdiccional electoral; y tiene la facultad de declarar la inaplicación de leyes en la materia. Por lo tanto, se ha entronizado como el órgano de control de la constitucionalidad en materia electoral. Así las cosas, no tengo la menor duda de que los tribunales respectivos, a nivel federal y estatal, recibirán un alud de recursos con relación a la jornada electoral concurrente de este domingo. Me llevan a pensar así los hechos conocidos por la Procuraduría General de Justicia durante las pasadas 48 horas, mismos que constituyen delitos electorales. En el mejor de los casos se trató de reparto de despensas a cambio de votos.
Las dádivas detectadas por la PGJ tienen estrecha relación con la pobreza de la gente en la sociedad rural de Morelos, aunque las zonas depauperadas de las concentraciones urbanas exponen la misma situación. Por eso está cundiendo la compra-venta de votos, así como la utilización de teléfonos celulares mediante los cuales deberá fotografiarse la boleta y la forma en que se votó, o de lo contrario no se pagará un centavo a nadie. Con relación a lo anterior, a continuación transcribiré parte de un ensayo titulado “¿Qué significa la compra de votos?”, cuyos autores fueron Frederic Charles Schaffer, de la Universidad de Harvard, y Andreas Schedler, del Centro de Investigación y Docencia Económica (CIDE). Escribieron: “Las actividades distributivas que convencionalmente describimos como ‘compra de votos’ -los compradores de votos entregan un puñado de dinero a ciudadanos individuales- al principio parecen sencillas transacciones comerciales. Al parecer, los votantes, impulsados por un sencillo cálculo de ganancia económica, venden sus servicios electorales al mejor postor. Incluso, lo que parece una comercialización de los derechos de voto frecuentemente es cualquier otra cosa, menos eso. La comercialización del voto, entendida literalmente, es un negocio demandante cuyos requisitos objetivos e intersubjetivos son difíciles de cumplir (por eso se requiere del celular con cámara fotográfica)”.
Para los compradores de votos, la falta de sanciones formales, la opacidad del acto de votación, el peso de las normas de anulación, y la naturaleza ilegal de la compra del voto hacen que el cumplimiento del votante sea un esfuerzo más engañoso de lo que sería bajo condiciones “normales” del mercado. Las estrategias de solución que los compradores de votos pueden idear -invocando normas sociales de reciprocidad, violación del voto secreto, vigilancia de la asistencia, concepción de sanciones informales o introducción de pagos contingentes- tienden a mejorar el problema de deserción de los votantes, aunque casi invariablemente se quedan cortas para garantizar el cumplimiento de los votantes. En resumen: el cochinero y muchos millones de pesos distribuidos.