El nuevo gobernador constitucional de Morelos es Graco Ramírez Garrido Abreu, quien luego de dos décadas de incesante lucha política a lo largo y ancho de un territorio que no es su estado natal, pero donde construyó un proyecto personal que definitivamente desplazó a los tradicionales miembros de la clase política local, tomó ayer posesión. Ya es titular del Poder Ejecutivo sustituyendo a Marco Antonio Adame Castillo, quien la víspera, a escasas horas de haber entregado la estafeta a su sucesor, se fue al restaurante “La India Bonita” para comer con un reducido grupo de ex colaboradores y amigos, mientras Graco Ramírez se dirigió al Museo de Cuernavaca (el antiguo Ayuntamiento) a compartir el pan y la sal con representantes de algunos sectores sociales y la “crema y nata” de la vida pública. Por cierto, anteayer hizo lo propio en el Jardín Borda con otros invitados. Todo lo anterior es normal en la política a la mexicana, donde cada seis años, a nivel federal y estatal, aplica la antigua expresión de “el rey ha muerto, viva el rey”, o “el rey ha muerto, larga vida al rey”, lema o grito que se utilizó como expresión ritual en la sucesión de las monarquías, especialmente en Francia y la corona británica. “Ya llegamos”, dijo ayer visiblemente emocionado el nuevo mandatario, dirigiéndose de manera particular a connotados exponentes de las “izquierdas” mexicanas, presentes en el acto de protesta, desarrollado por segunda vez en la Plaza de Armas de Cuernavaca (la primera fue el 18 de mayo de 1976, para la toma de protesta de Armando León Bejarano Valadez).
Efectivamente: “Ya llegamos”. ¿Pero en qué contexto? Antes de seguir con el tema, vayamos a 1972 cuando, bastante joven, vi una excelente película del director Michael Ritchie titulada “El Candidato”, cuyos principales protagonistas fueron Robert Redford, Meter Boyle, Melvyn Douglas y Don Porter. Aquella obra cinematográfica, ganadora de varios premios de la Academia, se utiliza hasta hoy como material didáctico en las licenciaturas de comunicación y ciencias políticas de algunas universidades, a fin de explicar los procesos electorales en determinadas naciones del mundo, pero sobre todo en los Estados Unidos, país considerado todavía como el prototipo de la democracia y la modernidad tecnológica aplicada a los comicios. El argumento del filme se sustenta en la planificación, el despegue y el desarrollo de una candidatura electoral: cómo se pone en marcha el complejo engranaje de apoyos, argumentos y ambiciones que rodean a un candidato y, en el entretanto, de cómo la frescura y el idealismo de los primeros momentos va cediendo paulatinamente paso al escepticismo, el compromiso, y la sorda lucha por arañar cada vez más votos. Asimismo, brinda un valioso punto de partida para debatir sobre temas tan relevantes como la manera de afrontar las campañas electorales; la importancia del perfil personal de los candidatos frente al peso de las adscripciones partidistas; los modos de financiación de los partidos y de los candidatos y su impacto sobre el sistema político; el alcance de la libertad de prensa y su relación con el derecho a la intimidad en el ámbito de lo político. Etcétera. Cualquier parecido con elecciones mexicanas y locales de Morelos no es mera coincidencia, sino parte de la realidad electoral que se repite cada tres años y en procesos internos partidistas. Empero, hay algo en la película, hacia el final, que nunca he olvidado y que tiene plena adaptación a la actual coyuntura política de Morelos. La cercanía entre el candidato y su equipo de asesores, y su dependencia hacia ellos, llega a tal grado que, cuando lo anuncian por la noche ganador de las elecciones presidenciales, uno de sus más cercanos colaboradores se le acerca y le pregunta: “¿Y ahora qué sigue?”, a lo que el candidato Mckay, sentado en la cama de un lujoso hotel, con la habitación semivacía, contesta desconcertado: “No sé. No sé qué siga”. Y concluye la película…
Hoy quiero retomar la pregunta “¿Y ahora qué sigue?”, pero ubicando después el enunciado escuchado ayer por propios y extraños en la Plaza de Armas de Cuernavaca: “¡Ya llegamos!”. Todo apunta a que Graco Ramírez Garrido Abreu llega a la titularidad del Poder Ejecutivo morelense con estrategias, programas, proyectos definidos, experiencia y visión de estado. Por lo menos así se desprende de su vigoroso discurso pronunciado la víspera, en el cual enumeró varios de los muchísimos compromisos adquiridos ante el electorado durante la pasada campaña preelectoral. Lo difícil viene ahora a partir de la expresión “¡ya llegamos!”. A juzgar por las apariencias, Graco Ramírez no alcanzó la gubernatura de Morelos como si se tratase de una aventura. Me parece que ha transitado ya entre las características de un precandidato y las de un gobernador constitucional sobre escenarios diametralmente opuestos. Hoy le espera un contexto donde los respectivos actores (sobre todo su círculo cercano de colaboradores) jamás habrán de extraviarse en la inercia del triunfo electoral del 1 de julio, pues aquello ya es historia. Sería penoso constatar el surgimiento de camarillas impenetrables de cuates, compadres y nuevos cómplices. El Poder Ejecutivo, según lo preserva la Constitución Política local, no es una ínsula aparte, separada de la sociedad, hoy ávida de progreso y esperanzada en el cambio; gente fastidiada de élites que, una vez encumbradas, deponen los intereses sociales y prefieren el lenguaje de madriguera que sólo los poderosos en turno utilizan y comprenden. Por lo pronto el Palacio de Gobierno ya no es tal. A partir de hoy será llamado “Casa de Morelos”, pues aquí no hay monarcas. Diferentes actores políticos y muchas promesas. Y el mismo presupuesto de egresos. Ojalá y no se trate de vino nuevo en odres viejos. Que sea por el bien de Morelos.