“(…) Está muy poblado de casas de mucha grandeza, altura e fortaleza, de seis a siete sobrados, torreadas o cercadas (…) a manera de fuertes para amparo y defensa de los enemigos (...) Tiene grandes y hermosos patios, losados de hermosas, lindas y grandes piedras a manera de jaspe; e piedras de navajas sostenían los grandes y hermosos pilares de gruesa madera (…) Estaban estas casas (…) caídas, gastadas y despobladas (…) aunque había cerca de ellas gente silvestre, rústica y advenediza que dejaban de habitar en casas de tanta grandeza por asistir a morar (…) en paja como silvestres animales (…)”
Se supone que los indios que describe el explorador de Ibarra en su bitácora eran “Sumas”. Al preguntarles el nombre del pueblo respondieron "Paquimé”.
Casi 400 años después en esa región algunos campesinos con frecuencia encontraban en sus parcelas vestigios intrigantes de una cultura ancestral. Uno de ellos era Juan Quezada Celado, quien, haciendo memoria de cuando tenía 13 años, allá por 1953, comenta lo siguiente: “…yo vivía de buscar la leña. Me iba con las bestias por la sierra y las cargaba. Allí, en cuevas, encontraba ollas bien bonitas. Unas completas y otras quebradas. Como los dibujos me fascinaron, pensé: ‘tengo que hacer algo como esto’. No tenía la intención de vivir de ello, nada más quería hacer una...”
Juan vivía en un pueblo cerca de Paquimé llamado Juan Mata Ortiz. Antes de la Revolución, este pueblo se llamó Pearson, nombrado así por un ingeniero americano responsable de construir el ferrocarril de Ciudad Juárez-Madera para sacar madera de la sierra. Aquí se construyó un aserradero y la infraestructura para dar servicio a las vías férreas. Sin embargo, vino la revolución y el nuevo y próspero pueblo perdió todo y la mayoría de los pobladores emigraron. Después de la revolución cambió su nombre a Mata Ortiz. Las gentes que se quedaron se dedicaron principalmente a la agricultura y a la ganadería. Sin embargo, poco a poco los hombres se fueron yendo de braceros a los Estados Unidos y la ciudad se convirtió prácticamente en un pueblo fantasma.
Juan Quezada fue uno de los que se quedaron. Su historia es fascinante. No sólo aprendió a hacer por sí solo “ollas”, sino que las superó. Al principio le fue muy duro aprender pues nunca había visto trabajar a un alfarero. Experimentó y aprendió en forma autodidacta sobre el barro, sobre la pintura, sobre los acabados, sobre el cocimiento y sobre los pinceles. Juan piensa que lo logró porque seguramente es descendiente de aquellos ilustres paquimeítas. Cuando las diseña y las elabora dice que “las ollas le hablan”.
Juan empezó a hacer una cerámica extraordinaria, sin embargo, sólo algunos turistas le llegaron a comprar algunas de ellas. Uno de estas vasijas llegó a manos del antropólogo Spencer MacCallum, quien quedó maravillado por su excepcional belleza, ligereza y frágil dureza. Siguiendo la pista de esta pieza encontró a Juan Quezada. Con el tiempo MacCallum se convirtió en su más fuerte promotor y con tal éxito que ha puesto nuevamente a Mata Ortiz en el mapa.
La obra de Juan Quezada se ha exhibido en varios museos. Se habla de su obra en libros y revistas especializadas. Ha impartido cursos-taller en varias universidades. Por un tiempo fue artista exclusivo de la Fuji. En 1999 recibió el Premio Nacional de Ciencias y Artes en la categoría de Artes y Tradiciones Populares.
Pero lo más importante es que sus conocimientos y experiencia los trasmitió a su familia y a todo el que quisiera aprender en su pueblo. Hoy más de 400 ceramistas en Mata Ortiz están creando originales, bellas y exquisitas obras arte. La disposición de compartir de Juan cambió definitivamente la vida de su pueblo.
1 comentario
Hey
Ejemplar, lo que a la vez nos indica los valores humanos naturales… Compartelo!