Y tus templos, palacios y torres se derrumben con hórrido estruendo y sus ruinas existan diciendo de mil héroes la patria aquí fue.
Esta es la segunda parte de la sexta estrofa del Himno Nacional escrito en 1853, durante el último año de gobierno del presidente López de Santa Anna, cuando la catástrofe del 48 aún estaba fresca en la memoria y ánimo de los mexicanos. Difíciles de entender en el siglo XXI, estas líneas nos cantan la catarsis que solamente la aniquilación total puede satisfacer. Sigmund Freud la llamaría schadenfreude –alegría por la destrucción– el fenómeno psico-patológico que se apodera de una sociedad cuando su descontento se vuelve insoportable y no se atisba solución.
Los abominables crímenes del 26 y 27 de septiembre en Iguala fueron perpetrados en primera instancia por la policía y autoridades municipales. La sospechosa inacción de la procuraduría federal en los meses previos ante denuncias claras, el pasmo del partido que dio impulso y cobijo al edil, y el inexplicable letargo del ejército esa noche, dejan poco espacio para negar que la responsabilidad es del Estado. Con justa indignación, dentro y fuera de México se han manifestado cientos de miles de ciudadanos que exigen investigaciones serias e independientes por agencias internacionales, porque las declaraciones del procurador, del presidente y de las televisoras, más conocidas por su imagen que por su probidad, ya guardan poca credibilidad entre la gente común.
Sin embargo, entre las multitudes que se manifiestan están entrando grupos venidos de quién-sabe-dónde, que se autodenominan anarquistas, cuyos actos parecen encaminados a reventar las protestas y agraviar a la sociedad destruyendo sus tiempos, bienes y su economía, toda. No entiendo en qué ayuda quemar archivos y edificios públicos para acelerar las investigaciones y pedir cosas que ni Dios puede conceder, como acortar el tiempo de replicación de las moléculas de DNA en el instituto forense de Innsbruck. Asimismo, pedir “que se vayan todos” es abrir la puerta a la inestabilidad política donde los únicos beneficiados serían los cárteles que se pretenden combatir. ¿O será esa la intención?
Es obligado releer a los anarquistas clásicos de finales del siglo XIX, Proudhon, Bakunin y Kropotkin, humanistas que pensaban que la sociedad podría organizarse en pequeñas comunidades independientes de cualquier autoridad. Pero si recorremos la historia del desgaste de ese movimiento, vemos que al asesinar cabezas visibles de gobierno, ministros –aún los progresistas–, presidentes, y al menos una emperatriz y un príncipe heredero, detonaron la primera guerra mundial, la cual a su vez desembocó en la segunda. Nuestros vándalos encapuchados son pocos y sus bloqueos y destrozos son casi siempre reparables, pero pueden ser el embrión de los grupos que en otros países explotan carros-bomba en mercados públicos, o lanzan misiles con la certeza de que su retribución será la ruina de toda la población en su enclave; “mientras peor, mejor” dicta su lógica suicida.
Hasta ahora, el Estado ha sido prudente en evitar la línea díaz-ordaz de represión a ultranza; seguramente entiende que la pradera está muy seca y puede fácilmente arder fuera de control. Por ello es importante para los organizadores de las protestas mantener a los encapuchados fuera de sus contingentes. Aunque las acciones de estas quinta-columnas ocupen la mitad del tiempo en los noticieros y den visibilidad internacional al movimiento, al mismo tiempo arruinan el propósito mismo de sus exigencias.
Tal vez hoy la corrupción tenga la misma altura y profundidad de los tiempos del quince uñas; tal vez sea el fenómeno cultural al que se refirió uno de sus beneficiarios a nombre de muchos otros; tal vez sea consecuencia inevitable del crecimiento de la desigualdad en el capitalismo ortodoxo. En todo caso, requerirá de toda la energía e inteligencia del pueblo honesto corregir el rumbo, deshacerse de los corruptos, traerlos ante la justicia y recuperar las riquezas nacionales robadas. Las vidas, desafortunadamente, no pueden ser restituidas. Evitemos tener que agregar una estrofa aún más terrible al Himno Nacional.