Es por una razón más sencilla, pero no menos estimable: vino al mundo en el mismo año en que yo nací, en 1967.
Sin embargo, a diferencia de un simple mortal, la obra cumbre del hacedor de Macondo, José Arcadio Buendía, Úrsula Iguarán, Melquiades, Amaranta, Remedios la bella o Mauricio Babilonia, nunca envejecerá: pertenece al grupo de libros insólitos que se renuevan, que rejuvenecen en cada nueva lectura que le conceden sus antiguos lectores.
Mucho menos podrá sucumbir: está condenada no a la eternidad absoluta, sino a la de la permanencia de la especie humana.
La gran virtud de García Márquez al hacer la luz en ese libro -¡Fiat lux!-, fue convertirse en una especie de dios que todo lo ve para contarnos el Génesis de un pueblo y de sus habitantes, como si fueran los primeros adanes y evas de un mundo deslumbrante: “Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos”.
En cada apartado de su largo relato, el colombiano utiliza la magia de su escritura para alertarnos que la vida no tiene sólo dos caras: está colmada de rostros y, en cada uno de ellos, podemos llegar a descubrir el asombro de existir. Y que lo que realmente nos lleva a esa posibilidad, es el transformar cada vida en particular, con ojos nuevos, en una aventura.
Como miles de sus seguidores lo saben, a comienzos del año 1965, al pasar por Cuernavaca, en un viaje desde la ciudad de México, Gabriel García Márquez tuvo una revelación acerca de cómo iniciaría la construcción de su novela más célebre.
"La tenía tan madura que hubiera podido dictarle ahí mismo, en la carretera de Cuernavaca, el primer capítulo, palabra por palabra, a una mecanógrafa", aseguró después el escritor al recordar ese memorable momento, así como que permaneció año y medio en su casa, concentrado en darle vida a su pieza maestra.
No sé si por esa razón esencial, García Márquez tuvo una propiedad en la Ciudad de la Eterna Primavera o por las propias cualidades que tenía esta ciudad, en donde se le llegaba a ver conviviendo con su familia.
En el año 1982, gracias al Galano arte de leer y a los libros de español para los tres grados de secundaria que también escribieron sus autores, Manuel Michaus y Jesús Domínguez, utilizados en clase por mi profesora Sofía Domínguez Burgos –de la primera generación de egresados de la Normal del estado de Morelos-, yo ya había leído a Gabriela Mistral, a Miguel Ángel Asturias y a Pablo Neruda.
¿Qué tenían en común estos autores? Eran ni más ni menos que los tres únicos literatos de algún país de habla española en América que habían recibido el Premio Nobel de Literatura, galardón acaparado por los autores europeos -españoles incluidos- y estadounidenses.
En ese año García Márquez recibía el galardón universal de las letras y yo ya tenía conciencia de su relevancia. Poco tiempo después, Ediciones Orbis ponía a la venta, en los puestos de revistas, una colección luminosa: “Los Premios Nobel”, que comenzaba en su primer tomo con El coronel no tiene quien le escriba, a manera de reconocimiento de esa empresa hacia el colombiano.
Después fui adquiriendo –ya en orden cronológico a partir del Nobel de 1950- Los caminos de la libertad, de Bertrand Russell; Barrabás y otros relatos, de Par Lagerkvist; Nudo de víboras, de François Mauriac; Grandes contemporáneos, de Winston Churchill; Adiós a las armas, de Ernest Hemingway.
El tomo siete era Paraíso reclamado, de Halldór Laxness; y después, Antología general, de Juan Ramón Jiménez; La Peste, de Albert Camus; El doctor Jivago, de Boris Pasternak; Y enseguida anochece y otros poemas, de Salvatore Quasimodo y así hasta completar 35 volúmenes de esa colección que quedó incompleta. Todo un banquete internacional para un adolescente, complacido hasta entonces, con las aventuras narradas por Julio Verne y Emilio Salgari.
Una década después, Altaya también ponía en circulación –de nueva cuenta en los kioskos- su Biblioteca de Premios Nobel, que daba inicio con un trabajo de García Márquez: Doce cuentos peregrinos.
El asombro por esos relatos fue incomparable: desde La luz es como el agua hasta El rastro de tu sangre en la nieve. Tan impresionado quedé que todavía, hoy en día, son textos que doy a leer a los nóveles lectores con quienes estoy en contacto, el primero de los cuales queda registrado en dibujos a colores.
Con ellos también discrepo acerca de la propuesta del novelista para simplificar la ortografía, como lo propuso en 1997, en Zacatecas, durante el Primer Congreso Internacional de la Lengua Española.
En el prólogo del libro de una docena de relatos, el Nobel colombiano recordó que después de cinco años de vivir en Barcelona, “soñé que asistía a mi propio entierro, a pie, caminando entre un grupo de amigos vestidos de luto solemne, pero con un ánimo de fiesta. Todos parecíamos dichosos de estar juntos. Y yo más que nadie, por aquella grata oportunidad que me daba la muerte para estar con mis amigos de América Latina, los más antiguos, los más queridos, los que no veía desde hace más tiempo.
“Al final de la ceremonia –añadió el escritor- cuando empezaron a irse, yo intenté acompañarlos, pero uno de ellos me hizo ver con una severidad terminante que para mí se había acabado la fiesta. ‘Eres el único que no puede irse’, me dijo. Sólo entonces comprendí que morir es no estar nunca más con los amigos”, señaló García Márquez.
Recuerdo que un día, hace muchos años, en una presentación literaria en Cuernavaca, un joven poeta venido de México –con éxito hasta entonces- alardeaba de conocedor y decía que quien hubiera leído El rastro de tu sangre en la nieve, ya no tenía que seguir leyendo a García Márquez, pues lo había leído todo. Sin embargo, mis lecturas personales desmentían a esa imprudente opinión.
No olvidó tampoco un desliz de humorismo involuntario que tuvo hace veinte años, en una emisión del noticiero 24 horas, Jacobo Zabludovsky. En 1994, anunciaba a su teleauditorio la aparición de la novela más reciente de García Márquez: Del demonio y otros amores, dijo al aire el conductor. Al darse cuenta del yerro cometido, corrigió con nerviosismo evidente: Del amor y otros demonios.
Quizá el recuerdo más impactante e imborrable que me queda del escritor y periodista, fue el de su participación en el homenaje al escritor Carlos Fuentes, celebrado en el mes de noviembre de 2008 en la sala Nezahualcóyotl de la UNAM, al mostrar una sensibilidad muy fina hacia su colega.
En la mesa participaron los escritores Sergio Ramírez, Nélida Piñón, Tomás Eloy Martínez, Juan Goytisolo, Nadine Gordimer y García Márquez. Él fue el único que no habló. Si lo hubiera hecho habría opacado al homenajeado y a los invitados.
Sin embargo, debido a que llegó tarde a la ceremonia, entró al escenario ya cuando todo mundo estaba sentado. Al verlo llegar, Carlos Fuentes se paró como impulsado por un resorte y corrió a abrazarlo y, entre risas, a hacer como que lo empujaba.
El público, predominantemente joven, no contuvo la emoción de ver pasar al Gabo y se vino abajo en aplausos que fueron, cabe decir, más nutridos y prolongados que los que recibió el propio Fuentes.
Eran sus jóvenes lectores quienes, a partir de este jueves 17 de abril no dudarían en clamar y repetir por siempre: ‘Eres el único que no puede irse’.
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