La afirmación del ya también fallecido antropólogo –amigo y vecino de Garibay durante muchos años-, fue sorprendente para la mayoría de los presentes.
No lo debió haber sido para los lectores atentos de la obra del novelista, quien dejó muestras de esa particularidad de su alma –que intentó cubrir largamente con una coraza, pero que al final fue arrancada por Genovés-, en por lo menos dos de sus obras.
Se trata de la semblanza titulada “El Coronel”, publicada en 1955 y de la novela “Beber un cáliz”, que apareció diez años después.
Las dos obras tienen en común, además de lo ya dicho, que giran en torno a dos de los pilares, no del narrador, sino del ser humano: su abuelo José de Jesús en una; su padre, del que nunca escribe su nombre, en la otra. Con esa omisión deliberada universaliza el dolor padecido por el hijo ante la inevitable pérdida de quien le dio la vida.
En el primer texto el lector descubre que ambos antecesores de Garibay, tenían la misma risa –“con fuerza, abriendo mucho la boca”-, tanto que confundían a los que los conocieron.
Y también logra saber que el progenitor del narrador era su homónimo, o más bien al revés: “Se le parece, don Ricardo, se le parece; ríe lo mismo, mira igual…”, le dice alguien al padre del novelista al compararlo con don José de Jesús.
El primero de los relatos cumple en este 2015, 60 años de haber sido publicado por primera vez; el segundo, medio siglo. Y en 1966, esa novela obtuvo el Premio Mazatlán de Literatura, apenas el segundo que se daba en la historia del galardón. Razones suficientes para darle forma a este intento de ensayo.
Nadie podría dudar de la comparación que hizo Santiago Genovés si pasa con calma las páginas de “Beber un cáliz” y descubre lo sucedido durante el “atroz” mes de junio de 1962.
Desde el fondo de su dolor, Garibay relata, para sacudir al lector de cualquier tiempo: “¡Cómo! ¡Cómo ya! Sí. Ya. Acabas de morir. Ésta es tu cama. Éstas son tus almohadas. Ésta es tu cobija. Éstas son tus manos. Tú construiste esta casa. Tú viste estas paredes y este raído sillón.
“Tú, tú, tú eres todo esto y acabas de morir, tú eras todo esto, tú eras, aquí, estabas aquí hace un segundo, hace un segundo moriste, ya no eres tú, nada más que tu cuerpo está sobre la cama”.
Era el fin de la agonía de la persona padecida y amada por el literato, que partía. No lo para el que se quedaba, como lo da a entender el escritor 30 años después: “en la pena no pasa el tiempo ni tampoco en la sintaxis que la guarda”.
En su otro texto, “El Coronel”, Garibay logra, con su puro oído –célebre por lograr recrear la manera de hablar de sus personajes en muchas de sus obras-, una meticulosa relación de las andanzas y de la manera de ser de su abuelo José de Jesús, como si los ojos del narrador lo hubieran visto: “Tenía mucho de religioso pues era en cierto modo un poeta, aunque era algo hereje y poco amigo de las liturgias”.
O bien: “Se levantaba muy tarde porque se desvelaba entre sus libros; y cuando lo hacía temprano, tronaba su contento yendo de pieza en pieza con grande boruca y canciones de moda, levantando a los muchachos y ordenando el almuerzo…”
Logra que el padre de sus padre retorne del pasado, para sí y sus lectores, con un conjunto de descripciones que hacen pensar que no puede ser cierta la última y sorprendente línea con que cierra su relato. Sólo un alma de “Platero” lo pudo haber logrado.
En ese trabajo, magistral por lo que ya se anotó, aparecen ejemplos del amor por los libros del antepasado del escritor que en múltiples ocasiones celebró que sólo se dedicaba a leer y escribir: «Allá van: los libros por delante en cajones de madera, sobre las mulas –“olvidaba un hijo, pero un libro, nunca”… », “también se desvelaba en su biblioteca noche a noche; su experiencia metía mano en los libros tanto como en los días; y tal vez a esto debió no equivocarse nunca al jugar a los demás…”
Como se ve, Ricardo Garibay Ortega provenía de una estirpe de lectores y de devotos de la escritura. El siguiente pasaje biográfico es supremo:
“Don José de Jesús y don Domingo (Ortega) hablaron una noche, leyeron sus poemas bajo las lámpara de una casa de Molango; sus hijos habían de casar mucho tiempo después, y el hijo de sus hijos había de contarlo. Tal vez en esto no haya ningún misterio, pero me gusta contemplar a gran distancia sus caminos, que horadan la maleza para juntarse un momento y separarse y desembocar al valle y hacer uno solo, que viene a dar conmigo”.
Este domingo 18 de mayo, se cumplen 92 años de la llegada al mundo del narrador de prosa poderosa a quien se le escamotearon los reconocimientos que el vigor de su pluma merecía. Además del Mazatlán de Literatura, otro de esos poquísimos pero valiosos galardones, fue el Premio al Mejor Libro Extranjero publicado en Francia, en 1975 por La casa que arde de noche, por lo que en este 2015 se cumplen cuatro décadas de tal distinción.
Por si fuera poco, en ese mismo año de 1975, la UNAM le publicó “Cómo se pasa la vida” y Joaquín Mortiz fue el sello de “Diálogos Mexicanos”, que también cumplen 40 años de su nacimiento.
Y todas son buenas razones para tomar cualquier de esos textos –u otro título firmado por Garibay- y celebrar su mayor triunfo: el que su literatura siga atrayendo lectores.