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Las experiencias de la infancia acompañan al hombre a lo largo de su vida. Sin embargo, ¿qué ocurre cuando un niño da el brinco de la niñez a la adolescencia en una sociedad regida por un sistema que vigila todo el tiempo?

En 2005, el escritor húngaro György Dragomán (Târgu Mure, Transilvania, 1973) publicó El rey blanco (RBA, 2010; traducción de José Miguel González Trevejo), una novela que aborda la temática y que fue bien acogida por la crítica internacional.

El protagonista-narrador, Yata, es un niño de 11 años que cuenta episodios de su vida: experiencias con amigos, con su madre, con su abuelo, entre otros. Todo lo anterior, en la Rumanía que aún era gobernada por el comunismo, aunque está por derrumbarse y la paranoia oficial mira en cada ciudadano un potencial agente sospechoso y desleal al Estado.

Al principio de la historia el lector se entera de que el padre del infante fue arrestado por la policía secreta un domingo. Por ello, el niño procura estar en casa cada domingo, pues tiene la esperanza de que el hombre regrese un día como ése de lo que él llamaba «una misión importante». Mientras eso ocurre, Yata intenta vivir su vida como la de otros niños de su tierra.

La novela está dividida en dieciocho partes. En cada una hay experiencias que de alguna manera marcaron la vida del pequeño y asimismo describe algunas formas de operar el sistema político en un país perteneciente al Telón de Acero.

De las experiencias recuerda bromas que le jugaban respecto del estado de su padre: algunos decían que estaba muerto; otros le mencionaban que no había ido a ninguna misión, sino que estaba preso y condenado a trabajos forzados en el canal del Danubio.

Todo ello se lo guardaba para sí mismo, ante la desesperación de su madre, de quien contemplaba sus silencios y la tristeza, esa angustia de no saber en dónde está su marido. Encima de ello, debía lidiar con los señalamientos de los abuelos paternos del niño, quienes acusaban a la mujer de la suerte de su hijo.

El abuelo del protagonista es un viejo secretario que sirvió al Estado. El anciano veía a su nieto dos veces al año: el día de su santo –se llamaban igual– y en su cumpleaños. Sin embargo, tenía prohibido recibir obsequios de los abuelos, dada la complejidad de la relación con su madre.

También cuenta experiencias escolares, el ambiente ensombrecido que regía en las instituciones que, de alguna forma, pretendían uniformar el pensamiento. Narra humillaciones de las que fue objeto por parte de personal docente.

En otros episodios recuerda cuando él y otros amigos buscaban oro en una mina abandonada. O la guerra que sostuvo su bando con un grupo de enemigos del barrio que derivó en un fuerte incendio en un campo de trigo.

En medio de aquel ambiente que por momentos se torna asfixiante, Yata se va formando. En una ocasión, junto con uno de sus amigos, llega a la trastienda de un cine, donde descubren una película pornográfica. En ese episodio hay un alto grado de tensión que concentra la atmósfera enrarecida del país.

Poco a poco, el lector se familiariza con los amigos de Yata, con su familia. Hacia el final hay dos capítulos muy conmovedores que ponen en la mira la reflexión acerca de cómo un niño puede sobrevivir en una sociedad que fragmenta la vida.

El rey blanco muestra una parte de la soledad a la que son sometidos los individuos bajo un régimen autoritario –llámese como se llame–, desde la mirada acaso ingenua de un niño que sólo aguarda el regreso de su padre.

El título hace alusión a un episodio, cuando Yata y su madre visitan a un embajador en busca de información que los lleve a localizar al hombre. En la casa del funcionario, el niño recorre salones; en uno encuentra una mesa y un tablero de ajedrez, ante la mirada de un autómata, con quien disputa una partida.

En resumidas cuentas: El rey blanco es una novela para disfrutarse a sorbos o beberse de un solo trago, en espera del golpe de embriaguez.

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