Muchacho, el tiempo no es un montón, si acaso es un bosque.
Si has conocido la hoja, reconoces después el árbol.
Si la has mirado a los ojos, volverás a encontrarla.
En El día antes de la felicidad
Muchas personas adquieren un libro atraídas por la portada o por el título, independientemente de si conocen o no al autor. Sí, hay títulos que atrapan. Y si además el título está en una portada atractiva, aunado a que el autor le es familiar al lector y, encima de ello, la editorial que lo publica goza de cierto prestigio, hay muchas probabilidades de que el resultado sea una lectura placentera.
Esta semana me permito recomendar uno de esos libros que atraen por diversos factores y, además, porque se trata de una obra que no exige más allá que disfrutarla, palparla, paladear sus frases y gozar de buenos ratos en brazos de la literatura.
Me refiero a El día antes de la felicidad (Sexto Piso/Universidad del Claustro de Sor Juana, 2010; traducción de Carlos Gumpert), del entrañable italiano Erri De Luca (Nápoles, 1950).
Se trata de una novela de aprendizaje corta (112 páginas en la citada edición), ambientada en la ciudad de Nápoles, en la década de los cincuenta, es decir, aún con la memoria puesta en la guerra.
La historia es protagonizada por un joven de dieciocho años sin nombre, sin familia, que cree ser un trozo suelto en la vida, desarraigado, y nunca se ha sentido parte de una familia, de una comunidad, pero que está a punto de dar el salto de la adolescencia a la madurez.
Este muchacho vive en un edificio de departamentos cuyo portero, Don Gaetano, es lo más próximo a un familiar que tiene, su mentor, así como el librero Don Raimondo, quien le presta libros que devora y luego cuenta sus dudas e impresiones al portero.
Don Gaetano lleva mucho tiempo en ese trabajo, ha visto a mucha gente pasar por el sitio, todos los días; ello le ha permitido adquirir un poder: sabe leer y escuchar los pensamientos de las personas con apenas mirar sus rostros. Eso le dice al chico, quien aprende del hombre en prácticamente todos los campos de la vida.
Aún hay resabios de la Segunda Guerra Mundial y permanece fresco el valor del pueblo napolitano para liberarse del yugo alemán.
Don Gaetano le cuenta historias del conflicto bélico –de amor y supervivencia– que dotan de sentimientos e inteligencia al aprendiz de hombre. Porque en eso se convierte: en un aprendiz de hombre, de ser humano.
La vida del joven transcurre entre café caliente, libros, ir y venir por la ciudad golpeada, mirar a la gente, escuchar a Gaetano, quien lo instruye día a día con la intención de formarlo para que el chico enfrente la vida por sí mismo.
Ambos se sientan en el patio y miran a lo lejos, comparten silencios, el horizonte los une y distancia a la vez: cada uno viaja a sus recuerdos, unos más distantes que otros. Pero se reencuentran y sienten un cariño mutuo.
Días hay en los que el muchacho juega futbol. Tiene la habilidad de trepar paredes para buscar los balones. Es portero. Guardameta: el jugador más solitario de la cancha, el que se ve acechado por sus pensamientos cuando el balón está lejos de su portería. Mira hacia todas partes y a la vez hacia ninguna, se sorprende a sí mismo con esa soledad compartida, repartida.
Sin embargo, cierto día descubre, detrás de una ventana, en un departamento del tercer piso de un edificio, la mirada de una muchachita que lo observa. He ahí cuando el guardameta se divide en jugador y en el chico que aprende el amor. Porque hay amor por la portería y nace el amor por aquellos ojos que lo siguen, que no lo dejan tranquilo.
Luego aprende que acaso el sufrimiento es también virtud. Va por ahí, dolor encarnado, precisamente en busca de la felicidad. Don Gaetano lo sabe, le da consejos, le cuenta otras y otras historias para que el joven comprenda.
Lo que sigue después corresponde descubrirlo al lector. No obstante, el joven espera que el día que vive sea el último de la soledad, es decir, «el día antes de la felicidad».
La novela es sencilla, con personajes entrañables; una historia contada con el estilo poético de Erri De Luca, fluido y a veces a tropezones –no hay capítulos, sino saltos de tiempo y espacio– que han convertido a este autor en uno de los escritores vivos más importantes de Italia.
El libro no decepciona. Por el contrario, se le toma cariño y dan ganas de releerlo. De eso se trata, a veces, cuando uno se sumerge en las páginas de un libro: hallar remansos entre las palabras. Erri De Luca lo sabe hacer con creces.