Por citar algunos ejemplos, he escrito acerca de Dubravka Ugrešić (El Ministerio del Dolor), Vladímir Arsenijević (Ándjela), Aleksandar Hemon (Amor y obstáculos), la antología del cuento croata A todos nos falta algo, o la lucidez de Ivo Andrić (Un puente sobre el Drina y Café Titanic [y otras historias]) para anticipar la crueldad que cerró un siglo convulsionado.
Salvo los de Andrić, en esos libros el tema de fondo es esa guerra que dejó miles de víctimas, traumas insuperables, historias estremecedoras que conmueven hasta el llanto y obligan al lector a pensar y repensar, a reflexionar e intentar ponerse en los zapatos de quien experimenta los horrores y la inconsciencia de un conflicto bélico.
Escribir es una forma de expulsar demonios; contarle al otro lo que hay dentro de uno es, de alguna manera, decirle adiós un poco a eso que atormenta al que toma papel y pluma (o una computadora en estos tiempos) y decide contar una historia.
En esta ocasión recomendaré otro de esos libros que sacuden hasta los huesos: Los bosnios (Periférica, 2013), del escritor Velibor Čolić (Modriča, Bosnia y Herzegovina, 1964; traducción de Laura Salas Rodríguez).
El caso de este autor es peculiar. Estuvo alistado en el ejército bosníaco durante la guerra, pero en 1992 «desertó» debido a que en julio de ese año fue uno de los miles de bosníacos, musulmanes y croatas a los que encerraron en el estadio de Slavonski Brod tras un acuerdo entre Bosnia y Croacia.
El 13 de julio (tres días después de iniciar el cautiverio) cayó una tormenta que fue aprovechada por Čolić para saltar la barda del estadio y escapar. Corrió. «Dejaba tras de mí, ahogada en la niebla y la lluvia, mi Bosnia natal…» (p. 112). Huyó a Zagreb y después a Francia. Desde entonces vive en el exilio.
Los bosnios es un libro doloroso. Muy doloroso. Contiene historias breves tituladas con nombres en las que se cuentan los horrores que experimentaron los habitantes de Bosnia durante el asedio, tan sólo en el año 1992.
La lectura es fluida, pero lo que se lee obliga al lector a cerrar el libro de cuando en cuando y mirar hacia otra parte para detenerse a pensar en los casos descritos, en cuánto sufrimiento es capaz de soportar y de infligir un ser humano.
La obra está dividida en tres partes. La primera es «Hombres», que a su vez cuenta con tres apartados: «Musulmanes», «Serbios» y «Croatas». Son historias breves, algunas no cubren ni una página, pero en los pocos párrafos contienen todo el dolor del que Čolić fue testigo o tuvo conocimiento.
En la segunda parte, «Ciudades», el autor escribe acerca de los sitios que fueron arrasados durante el conflicto, con historias particulares de ciudadanos que, sin saberlo, se vieron reducidos a nada en medio de los bombardeos.
En la tercera, «Alambradas», describe algunos campos a los que fueron llevadas las personas para nunca regresar a sus hogares o hacerlo, tiempo después, ya sin alma ni ganas de vivir.
El primer relato, «Adem», cuenta el caso de Adem (Adán), que vivía con su madre en una casita de adobe. Debido al ataque de unas ocas en su infancia, sufrió daños en la columna vertebral, lo que lo marcó para siempre: caminaba encorvado.
Una noche de mayo de 1992 regresó a su casa con más prisa que en otras ocasiones. Al llegar encontró a unos soldados entre los que figuraban algunos vecinos; no sabía qué querían. Lo golpearon. Días después lo encontraron, erguido por primera vez: «Estaba de pie contra la pared de su casa natal, empalado en una estaca. Le habían roto la columna vertebral para enderezarla» (p. 17).
Otra historia es la de una niña de nueve años que fue encontrada muerta, machacada, en una mezcladora de cemento. «Desde el principio de la guerra no había electricidad en Modriča, por tanto debían de haber hecho girar la mezcladora a mano» (p. 24).
Decenas de historias de este tipo recorren las 120 páginas de Los bosnios. Además, la obra cierra con «¿Post scriptum o Post mortem? (Carta a un amigo muerto)», un breve y conmovedor texto que deja ver los sentimientos del autor en relación con la guerra, con lo que quedó de los apasionantes Balcanes, el silencio y la soledad de sus habitantes: «Pero soy un extraño campanero, amigo mío, un campanero que hace repicar el paraguas de la tristeza, abierto en una noche sin fin…» (p. 115).