La Universidad del Valle de Cuernavaca que encabeza el hijo del mercado “Adolfo López Mateos”, Jorge Arizmendi García (diputado de esta legislatura local, por cierto), realizó una semana de periodismo que culmina con un broche digno como es destacando la carrera profesional del apreciado maestro Lorenzo Vargas.
No olvidamos en nuestros inicios en esta actividad, la dupla explosiva que hizo con otro formidable amigo, Hugo Calderón Castañeda, menos se van a borrar las frases del siempre sonriente, ocurrente, además de impecable redactor Hugo y el fiel Lor—Var (así bautizado por el mismo Calderón), como “patinar”, “resbalar”, “privar”, que son palabras comunes pero en el lenguaje que sólo ellos dominaban, y que luego nos enseñaron a otros compañeros, eran un tanto fuertes.
De Lorenzo Vargas, el que escribe tiene fija la fotografía que no fue captada por ninguna cámara, en la vecindad marcada con el número 24 de la calle de Zarco, que muchos años después fue el balneario y baños “La Ranita” y actualmente la escuela “Fray Lucca Pacioli”. Ahí vivía una tía, hermana de nuestra jefa, con sus hijas Yolanda y Malena. Además uno de los personajes más conocidos del centro de la ciudad, rubio, chaparrito, buen amigo: Antonio Zamora “El Walanchane”. Hijo de don Lorenzo Vargas Rico, dueño de una de las refresquerías del quiosco de la ciudad, el gran Lor—Var encabezaba a todo un ejército, que a excepción de Juan y las hermanas Josefina y Soledad, todos fueron fotógrafos: Pepe, Marcelino, Jorge, Nito y Jesús.
Tenemos una gráfica especial: justo cuando el que escribe cumplía 15 años y estábamos en lo que hoy se conoce como el gimnasio “Gab”. Lorenzo notó que estaba cambiadito, con pantalón de vestir y camisa corta blanca, peinado y recién cortado el pelo por el buen Jara. Nos acompañaba un gran amigo, Mario Martínez, al que cariñosamente apodábamos “El Verraco”. Tomó la foto y luego la dejó en la fonda. No sabía que era el 12 de octubre de 1969 –menos del onomástico—ni que minutos después habría un feroz encuentro con un compañero carnicero con el que habíamos pactado “un tiro” derecho. Si Lorenzo pasa una hora después, la fotografía que hoy apreciamos recargado del hombro del “Verraco”, sería con el rostro tumefacto y el pantalón roto. La camisa, comprada en el Pasaje Tajonar, se salvó. El veredicto de la pelea: nuestro bando dice que ganamos. Los otros lo contrario. La cosa es que hoy, recordándolo, nos arde la cabeza porque aquel cuate arreaba fuerte. Seguido nos encontramos, platicamos, nos saludamos con gusto y recordamos aquel encuentro entre risas. Tiene cuatro meses más de edad que un servidor. Lorenzo Vargas nos sacó esa, para nosotros, histórica fotografía. Igual que retocó las que el entrañable Tito Ocampo le dio como la que apenas mostramos en esta columna del cubanísimo José Antonio Méndez, y los jefes de la dinastía, en la única Fonda que es propiedad del estado, donde con o sin dinero la gente come sabroso.
Bien por ‘Univas’, bien por Jorge Arizmendi, pero mejor porque a sus 68 años tenemos entero a Lorenzo Vargas, todo un orgullo para los que nos vio nacer en este quehacer porque, lo apostamos, nos ha visto a todos, a todos, sin excepción. Y lo más fregón: todos lo aprecian, lo quieren y lo reconocemos. Felicidades mi buen Lor—Var.
¿A quién no ha retratado Lorenzo Vargas Segovia? Dudamos que alguien se le haya escapado. Es el morelense, fotógrafo, que más reconocemos por lo que hizo en aquellos años, generoso siempre, nunca tuvo un pretexto. Le dejamos un fuerte abrazo que le daremos en cuanto lo topemos, pero sus hijos, todos ellos con la herencia del arte de su padre (excepto Luis Manuel, que es reportero), pero Juan Lorenzo, José Luis no tienen solamente a un maestro ahí, cerquita, sino un ejemplo de dignidad y profesionalismo.