¿Habrá otros? Víctor murió anteayer y ayer lo sepultaron en el Parque de la Paz. Tenía familiares, sobre todo los Camacho, encabezado por Abraham, quien mejor prepara y expende tacos de cabeza de res cada noche en un arco de la calle Guerrero, cerca de Los Lavaderos. Ahí, pegado, en la vecindad con escalones hasta la barranca de Amanalco vivió desde que nació “El Oso”.
Como sucede en estas cosas, nos avisó uno de los hermanos, el menor, “Borrego”. Conoció el que escribe a “El Oso” una tarde de principios de los 60, con poco más de seis años de edad –nos llevaba como cinco--, cuando pegó tremendo empellón que nos derribó afuera de la pequeñísima peluquería “Florida”, propiedad del jefe de nuestra familia, ubicada en Clavijero más allá de lo que hoy es el puente. Don Jara a propósito, en ese momento, se daba tremenda “curación” a la vuelta, en “La Viuda” de Juanito Bonilla. De mecha corta volteamos a ver al agresor, que de espaldas se veía y era grande, rechoncho, con tirantes y zapatos tipo botín que les llamábamos “para morir iguales”, que eran del uso común de estibadores. Lo empujamos, nos rete mentó la jefa, lo comenzábamos a fintar y no advertíamos que permanecía solamente con la guardia en alto, sin moverse. Sentimos de pronto la patada, no dura pero si de llamado de atención en las teleras. Era el jefe, que, molesto, se puso en medio y nos jaló hacia el negocio.
--“¡No seas abusivo, Víctor no ve!”
Se escuchó como una de las dos pequeñas lunas de la peluquería se hacía añicos. “El Oso” fue enviado por su mamá, doña Mary (que tenía una fonda en el interior del viejo mercado “Benito Juárez”), a comprar piloncillo para el café y tenía con qué desquitarse del empellón, así que tiró “al bulto”. El jefe calmó los ánimos y nos hizo pedirle una disculpa que nunca aceptamos en ese momento. Cuando Víctor se alejaba con su paso de osito, entendimos que lo debíamos hacer. Lo alcanzamos antes de que tomara el pasillo que hoy lleva de Clavijero a Guerrero por la fayuca, y lo hicimos. Ahí nos dio una grata impresión porque hablaba igual que en la familia: al revés.
--“On hay dope, rese johi de Raja”.
Traducción:
--“No hay pedo, eres hijo de Jara”.
Una parte de ese inolvidable mercado se vio invadida por ese tipo de “caló” del que el padre de los Jaramillo fue introductor, perfeccionado en la peluquería de don Carlos Garduño y que hasta hoy en nuestra familia los más pequeños, apenas de años, nietos, lo dominan casi a la perfección. Es más hay una pequeña de once años, que acude a escuelas de mucho orden, que lo hace modernizado y directo, duro y recortado, es decir para confundir más, las frases no sólo las voltea sino que al hacerlas cortas, es más eficaz su aplicación. Un ejemplo que no haremos traducción pero que era común así nos saludáramos con “El Oso”:
--“Que do, da, jo de tu ta dre”
--“Te la lo pa mi dre a tu ta dre”
--“Che jo lo, dota”
--“¡Co con la no da!”
--“ Me cas la che con tu lo”
Ya luego se abría y solicitaba reverente:
-“¿Meda un sitova de guaa?”
Invencible en esos terrenos el buen Víctor, el último gran guerrero del voceo de periódicos locales. Nunca vendió uno nacional, ni revistas, ni por pedido. Desde el original Diario de Morelos de don Ignacio de la Hoya de la avenida Benito Juárez casi esquina con Las Casas, hasta La Unión de Morelos estos últimos años, pasando por el Avance de don Alfonso García Bueno y en alguna ocasión nos hizo el favor de repartir El Clarín junto con los otros.
Nació sin el sentido de la vista, pero tenía otros que le envidiamos, nunca fue malpechoso, no le daba por hablar mal de los demás, compartido, generoso. Víctor jamás estuvo solo a pesar de quedar huérfano pequeño, siempre contó con sus primos y una hermana que constantemente venía de la ciudad de México. Se enfermó muchas ocasiones, dos de ellas serias, una neumonía y el corte de uno de sus dedos del pie debido a la diabetes con la que vivió cuando menos 15 años.
Sobraban quienes lo respetaban y querían, nunca le faltó el almuerzo, la comida, el refresco, los dulces, lo que gustara. El mercado y las plazas eran de él. Al final tuvo su propio Ángel de la Guarda, una compañera de barrio, de Tepetates, Cecilia Aranda, dueña de un negocio en la Plaza Lido, que los últimos años lo atendió en sus alimentos y asistió con su familia en hospitales. Es hija de don Agustín Aranda, el legendario sacristán de la iglesia de Tepetates. Una buena mujer, decía Víctor, cada que nos encontrábamos en la fonda del mercado. “Me ayudan mucho”, repetía nuestro amigo.
Se nos adelantó Víctor, un ícono de la ciudad de Cuernavaca, que lo vio nacer y caminar lento pero firme cada una de sus calles, ya con su vitrina llena de dulces por las noches, y mañana y mediodías, incansable con el periódico. Mal haya aquellos que lo agredían, como el idiota chicharronero del puente que cuando se le buscaba corría como gamo con un fogón en el chicote, o los que mañana a mañana lo hacían desvariar en el reparto del periódico. Era la ignorancia, decía Víctor, “apenas saben leer los pobres”.
Nunca vio, “pero para qué”, decía, “si no viendo se detecta la pudrición del alma de algunos y la bondad de otros”. Católico practicante, Víctor García Camacho nunca dejó de asistir a las misas en Tepetates, pero más como él lo describía: “Gozar la cercanía con Dios”. A él sí le creíamos, no a algunos sacerdotes que, lo vimos, eran otra cosa diferente.
Va mi buen “Oso”, mientras vas y gas a tu dre.
1 comentario
Hey
que tal javier te pido me puedas dar una cita para aclarar… Compartelo!