En tanto fluía la conversación con Carlos y Pedro, la obligada atención a quienes pasaban por el frente o atravesaban la calle. ¿De dónde salió tanta mujer hermosa en esta pródiga tierra? Se nota para los de aquí, quienes son nuestras paisanas y los que nos visitan. Por cierto, rostros amables de familias enteras que se detenían para todo, admiraban lo que nosotros muchas veces pasamos desapercibido. ¡Qué bonito es Cuernavaca! Estábamos en pleno centro, en su mero corazón, como miles de veces y de pronto perdimos el hilo de la plática por los recuerdos. Sí, en la mesa de la esquina se sentaba “la palomilla”, muchos ya idos pero los sentimos presentes: Martín Toledo, Sergio Cobián, Nacho Burgos, Chuy Solís Meraz y su hermano, el Jani Velázquez y aquel tremendo noqueador de la calle, el Wences, su consanguíneo adelantado muy joven. Otro que nos ganó, Mario Melgar “El Niño Vago”, con aquel ícono que fue “La Tecata” Carlos Salinas, también reconocido y querido como “El Niño Revu”, ambos allá juntos, reposando. Y los que aquí están, enteros, activos, productivos, Andrés Alberdi Aburto, el periodista valiente y camino a seguir para paisanos suyos como un servidor, Carlos Villavicencio de la Rosa, tipazo, que conjugaba su capacidad jurista y vocación de servicio con los desafíos propios de un guerrero que pensaba acabar con un dios mitológico indestructible: Baco.
Mejor Carlos lo eludió, se rió de él y hoy consolida su amplia capacidad como abogado y su calidad de servir.
Esa mesa de la esquina la disputaban. Luego estaba Rafa el de Los Puros y amigos que ese día vimos, puntuales, con su café. O esa sección que décadas atrás ocupaban el doctor Rodolfo Becerril de la Paz, el arquitecto Leopoldo del Portillo y don Francisco Javier Aponte Robles, ex electricista del SME que fue diputado federal emanado del PAN, recientemente fallecido. ¿Cómo no íbamos a verlos si El Centro era nuestro, de propiedad, desde la Casa Mitre en Guerrero hasta la farmacia Cruz Blanca a un costado de Los Arcos de don Moy? Desde Los Niños Héroes en Matamoros y No Reelección hasta El París Chiquito y la Suriana en Galeana; a partir de Obregón a espaldas del Jardín Borda rumbo a Chulavista hasta el puente de Amanalco y sus vecindades de Salazar llegando a Amatitlán que, pueblo y todo, tenía tanta vida como gente brava.
Cuernavaca, desde La Universal, o desde el Jardín Juárez –que conocíamos como “el jardín” a secas- desde cualquier banca en la Plaza de Armas o en lo que fuera la tradicional y añorada Parroquia, de un personaje todo vigor como fue don Munir Lasses. “La cáscara” obligada en las tardes justo frente a lo que es el Palacio de Gobierno, con mochilas para marcar las porterías. Y la nadada, ni se diga, el Revolución, que nunca necesitó cloro, siempre era de un color atractivamente verdizo, con la gente cuidándose que no hicieran de la suya los malosos: Los yacos haciendo piruetas peligrosas desde el trampolín, hasta el muchacho más vaciado que vimos en la vida, tanto que le decían “El Bello Fello”, con su copete engominado y sus labios multiplicados por tres, pero finísimo para clavarse y mojar a los que entraban por la primera puerta de Netzahualcóyotl distraídos. Alguna vez, sus maldades las tuvo que pagar, por ejemplo un montón fuera de la vecindad del querido don Elfego Silva, donde temporalmente vivió “El Bello Fello”, que era varios años mayor.
Si lo llegamos a ver hoy, seguro le damos un afectivo abrazo. Son gente que extrañamos, igual que los Yacos Martínez, que El Ojitos –que todavía vende en su carrito de hot dogs fuera del Oxxo de Morelos y la antigua “Calle del Pecado”: Aragón y León. Éramos dueños del centro, todos, los que mencionamos y miles más. La conversación con nuestros amigos se terminó. Pedro nos invitó a unas “chalupas” en otro ícono de la comida tradicional: “El Barco”, de nuevo en Rayón en su concepto moderno bajo la idea de Chucho, el hijo mayor de Habacuc “El Negro”, al que saludamos ahí mismo. A la mente el recuerdo del abuelo de Jesús y padre de Habacuc, con su perro bóxer atravesando por el Morelotes rumbo a Las Casas. Todo estaba tranquilo y nos llenó de gusto que se llenó la navegación por completo: gente que salía seguramente del Teatro Ocampo se hizo cargo de acabar con el inventario. Y el detalle de amistad como nos negaron la cuenta a Pedro y un servidor. Ni para hacerla de emoción, porque fue un asunto de gusto, de idiosincrasia, de cariño, allí, justo frente donde estuvo el famoso “Pastor” de don Luis Cornejo –tipazo entre los tipazos, hombre de bien-- y doña Luisa Alatorre, procreadores de una auténtica prole cuyo hijo mayor es Luis Arturo, el político—político.
Las tortas al pastor, el caldo tlalpeño, el buen trato, la decencia. De por donde estaba este negocio tradicional salió la multitud cuando nos despedíamos en “El Barco”. Caminamos rumbo a Las Plazas, la parada obligada en el quiosco de periódicos para comprar Proceso un día después. Y de ahí a darle rienda suelta a la emoción de los recuerdos.