La ruta salió de Chulavista hacia la Barona. Iba por la calle H. Preciado haciendo tamaño ruido con su lámina vieja y su esqueleto de metal enfermo.
Era una ruta de modelo antiguo, de esas que nadie cree que tuvieron su origen en Texcoco, Estado de México, en las épocas de lluvia se hacía un tremendo lodazal en algunas calles y los pesados autobuses no podían pasar; entonces esos camiones fueron cortados y adaptados; los hicieron pequeños y disminuyeron el peso, con lo que podían atravesar los pantanos de esa mancha urbana colindante con la Ciudad de México. “Microbuses”, les pusieron y fue, sin duda, una de las aportaciones de más utilidad para resolver un problema de transporte para la gente pobre.
La ruta cuatro hizo varias paradas en H. Preciado, algunas personas bajaron. A la altura del Puente 2000 subió una anciana de cabello blanco, suéter y pants azul.
El chofer, joven, de una barba escasa, aceleró. La mujer se arrojó desde el lugar del conductor hacia los primeros asientos de la ruta y en un acto de valor y equilibrio logró asirse del tubo de uno de los asientos. Su equilibrio no era bueno, sus manos no le obedecían, pero logró sentarse en una superficie de fibra de vidrio
Varias cuadras adelante la mujer pudo sacar de una bolsita unas monedas, se las dio a la pasajera de adelante y ésta se las entregó al conductor y éste las recibió. Éste contó las monedas, gritó que le enseñara su credencial del “insen”.
La anciana sacó de una bolsa de mandado una bolsita de plástico y de ahí una credencial, se la entregó a la pasajera que estaba delante de ella, quien se la entregó al chofer.
“No está vigente”, dijo el operador, y la regresó por donde la había recibido.
Una vez que la mujer de la credencial la recibió, la guardó en la misma bolsa de plástico y la puso en su bolsa de mandado grande.
“Le hacen falta cuatro pesos. Deme esos cuatro pesos y vaya a actualizar su credencial”, decía el operador levantando la voz para que sobresaliera del ruido que hacía su viejo motor.
Frente a él, un Cristo crucificado se movía como si se quisiera desclavar. Debajo del Cristo, había un rótulo: “MÁXIMA: 20 CHELAS/HORA”.
La carcacha avanzaba. Ahora iba ya por la Carolina.
La mujer no alcanzaba a escuchar lo que el conductor le decía.
“¡Págueme ese dinero porque si no a mí me lo cobran!”, levantó la voz.
La mujer no escuchaba. Iba con los ojos perdidos.
Cerca del mercado Narciso Mendoza la anciana se paró y avanzó dos pasos, tambaleante por el pasillo. Cuando pidió la bajada el operador le exigió los cuatro pesos, pero ella no lo escuchó y se dispuso a bajar. Afuera varias personas le estaban pidiendo la parada a la ruta.
El chofer se preparó para evitar a los probables pasajeros, sus ojos brillaban: tenía la intención de llevar a la anciana lo más lejos posible del lugar donde ella necesitaba bajar, pero una mujer joven de blusa roja y pantalón de mezclilla que iba adelante, le frustró su venganza y le extendió la mano abierta con cuatro monedas.
El piloto las vio y paró en seco. Fue un milagro que la anciana no se fuera contra el parabrisas. Quienes iban a subir esperaron a que la mujer mayor bajara con calma, después subieron; era una familia de tres personas.
Dos paradas adelante la mujer joven que le había pagado al chofer los cuatro pesos pidió su parada y bajó. Antes de dar el paso hacia la banqueta, se volteó y le gritó de frente al chofer:
“¡Estás joven, pero ya eres un grandísimo pendejo!”.
El rostro del chofer permaneció inalterado, como si estuviera acostumbrado a los insultos. Aceleró una vez que su pasajera había bajado. Enfiló rumbo al centro, por la calle Ricardo Linares.