Una ráfaga de al menos nueve disparos de una cámara fotográfica mental hirió el instante…
En la sala de espera número 26 del aeropuerto de Los Ángeles California, una negra de cabello lacio, azul celeste, se hacía selfies sentada en un sillón de vinil oscuro.
La mujer tendría unos 30 años, según se podía observar por su rostro ovalado, terso, sin maquillaje y por un cuerpazo que presumía y que apretaban un top y un short deportivos color coral.
La sala con pasajeros que esperaban su vuelo hacia Las Vegas estaba casi llena, con más hombres que mujeres, gran parte de rasgos latinos. Casi todos consultaban su celular o escribían en él.
Los que tuvimos la suerte de ocupar un lugar frente a esta mujer la observábamos de manera discreta, pendientes de sus movimientos de cabeza y tronco cuando se fotografiaba o se arreglaba el pelo. Portaba un cubreboca marrón, con estampado de flores, bajado al cuello.
Quienes tuvieron la mala fortuna de estar en la misma fila que la negra volteaban de vez en cuando a verla con la colita del ojo.
Había dos extranjeras rubias, con evidente sobrepeso, de leggings oscuros, que no le apartaban la vista un instante. Comían papas y hamburguesas.
La mujer hizo una videollamada y su voz era, grave, para blues más que para jazz.
En un momento que los ansiosos observantes esperábamos, y que las dos mujeres que comían chatarra no deseaban, pero sabían que iba a ocurrir, la negra se puso de pie.
Una ráfaga de al menos nueve disparos de una cámara fotográfica mental hirió el instante.
La negra manoteaba y sonreía. Recorrió dos veces los puntos cardinales presumiendo su piel, sus senos enormes, su abdomen plano, sus caderas, sus piernas cortas y firmes, sus glúteos parados.
Luego colgó, se puso el cubreboca y se sentó.
Si esto hubiera sido un espectáculo masivo, aquí se habría escuchado la ovación generalizada de un público conocedor y exigente, pero los espectadores circunstanciales sólo se reconectaron a sus celulares. Las norteamericanas maquinarias devoradoras volvieron a mover sus engranes mandibulares e intestinales.
Debo la fotografía. Con la separación de un asiento, como lo exige la regla internacional de sana distancia, estaba sentado un negro, gigantesco, joven, bien mamado. Manipulaba el celular que casi se extraviaba entre sus manos, ganando en algún juego que requiere emplear las dos extremidades superiores. Confiaba en que podía romperle el pescuezo a cualquier mortal que le faltara el respeto a su hermana o su esposa.
Otrosí digo. Viajé por Delta Air Lines en un Boeing 767-200, tres filas, con capacidad para 255 pasajeros.
La salida hacia la Ciudad de México era originalmente a las 11:30 de la mañana (llegué dos horas antes), pero la aeronave presentó un problema mecánico que no pudieron arreglar y nos asignaron al monstruo, en el que cabría medio barrio de San Antón, que salió a las 3:30 de la tarde, hora de California.
Vi a un piloto negro y gordo, me sorprendió una mujercita japonesa o china muy baja de estatura y menudita, muy flexible, sentada en posición de flor de loto en un espacio muy reducido en la sala de espera. Iba toda de luto.
Vi una botellita minúscula de gel de 3.69 dólares y la cachucha con el emblema y los colores de los Dodgers de los Ángeles de 25 dólares.
De nuevo, estuve a punto de pedir un café americano de tamaño grande y una galleta de chocolate, en inglés, pero me falló la resistencia, como a Simón Blanco, y comencé ordenando en francés cimarrón y al último en un castellano que hubiera avergonzado a quienes fueron alumnos míos de español cuando fui profesor yeyuno.
Nuestro Boeing.
La china.
La salida hacia la ciudad de los Ángeles.
Avión de Delta.