Sociedad
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EN RETROCESO


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Cuatro historias reales que responden por qué en vez subir a verde regresamos al naranja.

¡ZAPATA MADRE!

El 9 de agosto, en la inauguración de la escultura monumental del general Emiliano Zapata Salazar en el municipio del mismo nombre en avenida Temixco y avenida de la Salud, tenía ganas de orinar desde que llegué, pero no encontré dónde. Con la vejiga a punto de reventar vi que al lado de la glorieta había un negocio de comida. Me metí, no había comensales. Le pregunté a una mujer si me daba permiso de pasar al baño. La mujer tardó en contestarme, mi urgencia me delató y le dijo que costaba diez pesos. Metí mi mano en la bolsa, le di una moneda y pasé corriendo.

Entré a un baño minúsculo, sólo tenía una taza. Oriné algo molesto, pensé que no me iban a cobrar nada o algo así como cinco pesos que es una tarifa casi universal en las gasolinerías y en los pueblos; además, le había dado a aquella mujer el dinero de mi regreso a Cuernavaca.

Cuando acabé me lavé las manos y vi una botellita de gel y un rollo de papel sanitario completo. Como cuando Hugo Sánchez, frente a la portería contraria, vio el balón flotando a media altura y sin pensarlo hizo un gol de chilena de los más hermosos del mundo, yo metí en mi bolsa el gel y el rollo de papel sanitario. Salí por una puerta trasera y me desplacé varios metros más adelante de la parada de la ruta. Esperé cinco minutos, a lo sumo, y el camión paró a mi señal.

-Broder: voy a Cuernavaca y me quedé sin dinero. Tengo esto - le dije con la botella de gel y el rollo de papel en las manos.

El conductor me escaneó y me hizo un gesto para que yo subiera. No cogió ninguno de los artículos que le ofrecí. La botellita de gel resultó muy útil, era de las buenas.

 

MI RIVAL

Estacionamiento de un negocio de comida o de un módulo de policías o del parque Melchor Ocampo. Martes 7:30 de la madrugada. Paso en mi coche y saludo a los oficiales que se preparan para salir o entrar al turno; voy al gimnasio. Un hombre de la tercera edad, moreno, bajo de estatura, mal encarado, con un chaleco de color anaranjado y verde fosforescente lleva una escoba y una bolsa en unos de los cajones. Desde que me estaciono en ese sitio que, ahora es para el gimnasio, se me queda viendo feo. No le doy un peso por ocupar el cajón, sabe que no puede obligarme a que le dé dinero porque él no es empleado del ayuntamiento, seguramente un día andaba por ahí viendo qué estaba mal acomodado y descubrió que el restaurante habrá cerrado y que se podía ganar propinas de “viene viene”; o quizá haya sido el estacionador en jefe de restaurante en su mejor época y ganaba muy muy bien. Ahora me ve como ven los perros viejos cuando otro menos viejo merodea su esquina.

-Estoy barriendo y le voy a ensuciar su coche –me dice, con la cabeza agachada, a unos metros de la portezuela, mientras subo el vidrio.

-Ayer apenas lo llevé a lavar, y le pusieron cera –le digo.

Cierro el coche, salgo del auto, y me dirijo al tabernáculo de la mamadez.

Un policía vial que va pasando por ahí; me saluda con efusividad, y yo le contesto el saludo con la misma intensidad. El viejo, frente a mi auto, observa sorprendido.

Entro al gimnasio.

Salí hora y media después. El auto estaba limpio, sin una sola partícula de polvo.

Busque el hombrecito para decirle que no tenía yo nada en contra él, ni pensaba hacer nada si llenaba de polvo el coche, porque ni lo habían encerado, pero ya no estaba.

 

EL CUCHILLO

El 14 de agosto a las dos de la tarde, sobre avenida Morelos, algunos metros después de la calle Nicolás Bravo, hubo un intento de asalto a los pasajeros en una ruta.

La avenida está bloqueada por dos patrullas; los autos y camiones pitan, algunos dan la vuelta a la izquierda por Nicolás Bravo y regresan.

Tres hombres habrían utilizado un cuchillo para amenazar a los pasajeros de la unidad. Los tres huyeron por calles alternas y no se sabía si alguno de los 13 pasajeros tuvo pérdidas materiales.

Dos hermanas, estudiantes de la UAEM viajaban en la parte de atrás. Cuando supieron que estaban asaltando, la mayor arrojó a su hermana de la ruta en movimiento, después se aventó ella. Quedó tirada en la avenida, sin poderse mover y con dolores insoportables en la cadera: “no siento las piernas”, decía.

Su hermana no podía hablar. Temblaba incontrolablemente. Alguien sugirió darle un bolillo para el susto.

Poco a poco se comenzaron a acercars los curiosos: llegó un vendedor de churros y segundos después el perro que nunca falta en los accidentes; en cuestión de segundos había más de 30 personas allí.

Al pie de un poste de luz, entre unas cajas de cartón y bolsas de basura brilló el metal: un cuchillo sin filo, con cacha de plástico, corriente. Un hombre delgado le dijo a un policía vial que ahí estaba el arma con la que quisieron asaltar los delincuentes. El policía no le hizo caso.

En sentido contrario arribó una ambulancia y los paramédicos subieron a la muchacha, su hermana temblorosa la acompañó.

El conductor debía ir denunciar ante la Fiscalía, pero recibió una llamada telefónica y le ordenaron seguir trabajando.

Mientras grababa con un celular, el hombre flaco que había descubierto el cuchillo gritó al policía vial de a pie que levantara el arma porque es el “cuerpo del delito” (objetos materiales), y el policía no le hizo caso, le insistió y el policía se enoja; estaba a punto de abandonar el lugar de los hechos:

-Comandante: si el conductor o las chicas denuncian y no levanta usted el cuchillo se va a meter en un pedo y al menos le van a llamar la atención.

El servidor público se dirige a la base del poste donde el arma permanece semioculta.

El policía lo ve y lo quiere coger con las manos.

-No, así no, con una bolsa de plástico.

Alguien de los curiosos le da una bolsa de plástico y el guardián del orden quiere levantarlo con la mano y meterlo a la bolsa.

-No, meta la mano en la bolsa, como un guante y con esa misma mano tome el cuchillo y envuélvalo con cuidado para que no se vaya a romper y listo.

El policía obedece y preserva uno de los objetos materiales del delito; lo mete en una bolsa que trae en el pecho y se encamina hacia la esquina donde está el nudo de autos; mientras camina, se me queda viendo con ojos de perro y con esos ojos me da las gracias por ayudarlo; yo le respondo con los mismos ojos de perro y le digo es nada.

 

EL GRINGO

-¿Cuánto me cobras por poner una base ahí para subir un lavadero?

Ochocientos pesos, me dijo el muchacho como de 25 años, moreno de pelo negro y áspero, bajo de estatura, correoso.

-Pero le va a quedar ok. Yo hago trabajos finos.

-Nos vemos mañana temprano, ojalá pueda quedar mañana mismo.

-Sí, nomás deme un adelanto para el material y yo lo traigo, como la mitad es suficiente –le di 300 pesos.

Llegó temprano, con ropa de trabajo y una gorra camboyana sucia, con la bandera norteamericana. Sacó una grabadora pequeña.

Comenzó a trabajar en el área indicada y puso su música a todo volumen: The Doors; Eagle, Kansas…

Yo le iba a echar un ojo de vez en vez.

A eso de las 12 del día salí a la tienda y, de paso, le pregunté que si quería un refresco o una caguama.

-Si es tan amable una cerveza, pero que sea Heineken –me dijo

Este cabrón es delicado pensé entre mí, pero ya le había ofrecido y ni modo de echarme para atrás. Le llevé dos cervezas bien frías y le puse una bolsa de chicharrones de harina.

Se las entregué y me dio las gracias.

Entré a la casa a dejar lo que me habían encargado y regresé a ver al albañil. Cuando me vio bajó el volumen de su grabadora, Tocaban Procol Harun A Whiter Shade Of Pale. Estaba terminando la primera cerveza.

-Es que no me gustan las cervezas mexicanas. La Heineken es mi preferida.

Este cabrón es delicado, exigente y presumido, me dije.

-Es que uno se acostumbra a lo bueno y luego es difícil regresar a lo malo.

-¿Eres mexicano? – le pregunté. En tono serio, para que no se sintiera ofendido.

Sí, soy de Oaxaca, pero fui a Estados Unidos –me respondió mientras destapaba la otra cerveza y se recargaba en la pared.

-Allá es otro rollo. Cuando uno apenas llega allá como que no encaja, pero con el tiempo lo forman a uno, lo enseñan a respetar, a comportarse, a trabajar bien y como que con el tiempo se siente uno ya integrado.

Este cabrón se cree un gringo, me decía a mí mismo, escaneándolo de arriba bajo.

¿Fuiste de muy pequeño a Estados Unidos y te regresaste?

Tiene seis meses que regresé y no me acostumbro a ganar en pesos, es muy poquito.

-¿Y cuantos años viviste allá?

-Viví allá tres meses. Tuve que venir porque mi mamá enfermó y me necesitaban en la casa. Pero uno se acostumbra a lo bueno, en poco tiempo. Estoy pensando en regresar al gabacho.

Acabó su cerveza, subió el volumen de su música y siguió trabajado hasta terminar la base del lavadero, que liquidé totalmente; por cierto, hizo un trabajo muy limpio y profesional.

 

 

 

 

 

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