Muchos de los exploradores que registraron sus travesías en diarios escribieron sobre sus últimos momentos antes de perecer intentando conquistar territorios. Palabras escalofriantes que describen la precaria situación en la que se encontraban incluso reportando recientes decesos de algunos de sus compañeros y en espera del propio.
Los descubrimientos mucho tuvieron que ver con muerte cuando se trataba de llegar al corazón de tierras de climas extremos como en el caso del Polo Norte. He leído sobre las empresas realizadas para llegar a lo inhóspito de los hielos perpetuos, desde el griego Piteas en el año 325 a. C. hasta la exitosa expedición de Robert Peary en 1908, y hay una imagen que es constante y sobresale al pensar en todos los que intentaron llegar y decir “Yo vencí al infierno blanco”; es la imagen de sus embarcaciones. Imponentes barcos destinados a cruzar el Océano Antártico. hay dos en particular que imagino encallados y hechos trizas entre los dientes del hielo. El Erebus de 370 toneladas y el Terror, de 340, provistos de máquinas de vapor, hélices que podían cortar el hielo y un complejo sistema de tuberías de agua caliente para mantener la temperatura en los camarotes. Estos monstruos navales invencibles, a ojos de sus propietarios y para su tiempo, no fueron adversarios contra del clima y tampoco lo fueron los 129 oficiales comandados por Sir John Franklin que se fijó como propósito encontrar una nueva alternativa para el comercio desde Europa a Oriente, la ruta del paso Noroccidental. Todos ellos junto cos sus subordinados perecieron por querer hacer las cosas a su manera sin tomar en cuenta a las personas que eran los verdaderos conquistadores del hielo, los inuit, a quienes algunos de manera despectiva llaman esquimales.
Veo en mi imaginación esos barcos indefensos casi como ballenas agónicas de madera, estalladas de proa a popa, hechas astillas por el abrazo del océano congelado, volcadas en uno de sus costados con pocas esperanzas de volver a funcionar. Veo a sus desesperados tripulantes, alrededor de ellas, intentando liberarlas detonando dinamita cerca de sus cuerpos sin ningún éxito. Tal magnificencia de máquinas fue reducida a una agónica piltrafa naval con sus velas ondeando la bienvenida a la muerte silenciosa e hipotérmica.
Y luego pienso en la gente sencilla y alegre que parecen ser los inuit. Los veo con sus iglúes de apenas tres metros de diámetro y sus trineos tirados por perros en formación de abanico atravesando despreocupaos el desierto blanco con toda la seguridad del que sabe sobrevivir, a mi parecer, en la región climática más cruel del mundo. En lo esencial de sus pertenencias, en sus conocimientos prácticos en sus costumbres de sobrevivientes, sobre todo en la eficacia de sus métodos cuando realizan viajes en busca de presas de caza en toda la extensión de su territorio. Ojalá esos valerosos hombres europeos hubieran tenido la idea de consultar a los nativos del lugar antes de lanzarse a esas travesías suicidas. Definitivamente hubieran llegado triunfantes a su continente para contar sus hallazgos. Pero no fue así y muchos perecieron antes de que su ego les permitiera proceder como hacían los inuit al congraciarse con la nieve y los espíritus del invierno, cosa que si hizo Robert Peary y he allí la clave de su éxito.
Existe un libro escrito en 1950 llamado El país de las sombras largas escrito por Hans Ruesch que relata de manera amena la vida y costumbres de los inuit del norte, los que han tenido menos contacto con el hombre blanco y sus absurdas reglas. Es una novela que no da cabida a sensiblerías porque habla de cosas muy crudas para nosotros, los que no tenemos que aferrarnos a la vida con uñas y dientes, pero para ellos, los inuit, son situaciones de lo más lógicas. Por ejemplo, comer carne putrefacta porque es más fácil de masticar, incluso prestar a las esposas como muestra de cortesía a las visitas. Algunos de los comportamientos más extremos que leí en este libro fue abandonar a los ancianos sentados sobre una vieja piel, sometidos a la intemperie, en espera de su muerte a causa del hambre o el ataque de algún oso. Otra fue devorar sus propios miembros congelados (pies o manos) en casos de extrema sobrevivencia, pero la más aterradora fue la iniciativa de comer a uno de los integrantes de la familia para que los demás pudieran sobrevivir. Si lo vemos desde los ojos del individuo que se ofrece para ser la cena de su familia es un enorme acto de amor. En pocas palabras la cultura que desarrollaron las personas del Artico ha sido una de las mas ingeniosas del mundo debido a los pocos recursos con los que cuentan.
El misticismo de los habitantes del Polo Norte es igual de seductor que el de los laberintos formados por icebergs. Los inuit son una ventana viva para acercarnos un poco a lo que los humanos fuimos en la prehistoria. Hay muchas actividades que siguen desarrollando como lo hacían los individuos nómadas del pasado. De alguna manera los hombres árticos por excelencia también fueron hechizados por la reina del hielo y no me queda otra cosa mas que preguntarme ¿Qué cosa los habrá impulsado a asentarse en ese inmaculado y hostil rincón debajo del regazo de la muerte?
Tiktok: expedicion_nocturlabio