Debe ser difícil ir por esta vida llena de emociones sin recordar alguno de sus múltiples y sublimes caldos. Casi es posible afirmar que en todas las memorias humanas habita al menos uno de esos objetos culinarios, cuya sola evocación es capaz de traer a la conciencia el valioso recuerdo de un antiguo alivio, la remembranza clara y sensorial de un momento único o la resurrección momentánea de algún muerto, de esos que cuando vivían cocinaban, en nuestra opinión, como nadie en el mundo. Los caldos y los cocidos son amigos de la historia humana porque han estado en cada momento desde el inicio de los tiempos. Caldo, o algo igualmente lleno de significados, fue con seguridad lo que cocinó una mujer en su caverna pintada hace miles de años tras el dominio humano del fuego, que su hombre usaba directo en la intemperie para asar la carne cazada y ella mediaba con agua en la olla para transformar ingredientes y condimentos diversos en un alimento caliente que satisfacía por igual a todos los comensales.
Caldos, potajes, pucheros y cocidos son alimentos ancestrales que caracterizan lo humano al comer. Gracias a su posibilidad de ser compartidos y provenir de una misma fuente termal sujeta a emociones de algún tipo, en los caldos los ingredientes dejan de ser simples alimentos para convertirse en comida, es decir, en alimentos compartidos, con todo el valor social y simbólico que ello importa. En la estructura de pensamiento occidental, caracterizado por la lucha de los opuestos, el calor es bueno en contraste con la maldad del frío. Antiguos filósofos y desde luego esforzadas mujeres amas del saber asociado a la cotidinanidad, asignaron a los caldos y guisos (Poltos en griego, después pultes o pullmentum en latín y finalmente puches en castellano) un carácter bondadoso por un lado, por proveer, y amoroso por otro, por cálida –calientes– palabra que originó al vocablo castellano “caldos”. En Occidente, como en otras culturas donde el calor ha recibido el valor simbólico de lo bueno, estas preparaciones de verduras, leguminosas y carnes suelen ser percibidas como reconfortantes, amorosas, nutricias y sanadoras. Los caldos, que con el tiempo la cocina culta francesa llamaría pomposamente fondos o consomés son, si caseros, generalmente femeninos; si visibles, racionales o gourmet, eminentemente masculinos.
Las ollas que contienen el potaje –por potable– se llamaron pucheros, y lo que en ellas se cocía, puches. Son estas preparaciones de origen humilde y relacionadas con una economía de subsistencia, en las que abundaron los ingredientes pobres: huesos viejos, arroz sarraceno, leguminosas que los romanos citadinos despreciaron, vísceras, ajo y cebolla de raigambre campesina, tubérculos “bárbaros” por foráneos, enjundia animal, quesos curados, hierbas aromáticas y especias –de haberlas– que aportaran sabores y proporcionaran dignidad, prestigio o una mejor digestión al comensal. En aquellos caldos se incubaban sabores diversos y tan mezclados que a veces, poco atractivos por haber sido hijos de la crisis, causaban entre los comensales gestos de disgusto que hoy llamamos también pucheros. Porque los caldos los comían y comen también los ricos, aunque renegando a veces de su supuesta simpleza; si no pueden ignorar su significado y sabor irresistible, mucho menos dejar de percibir en ellos la persistencia de su propio linaje.
Muchos potajes, pucheros y cocidos tuvieron la capacidad histórica no sólo de permanecer en el gusto de sus usuarios, sino de convertirse en platos icónicos e incluso encabezar gastronomías nacionales. Los hay de una diversidad extraordinaria: en España paellas, ollas poderidas (no podridas o putrefactas como a veces se afirma con cierto desprecio o desconcierto, sino poderosas) cocidos capitalinos, provinciales y representantes de antiguos reinos; en Francia, la otrora humildísima y campesina sopa de cebolla es hoy el examen final de un aspirante a cocinero en Le Cordon Bleu; en México, moles poblanos y de olla, frijoles charros, lentejas, consomés de barbacoa con garbanza y pozoles se desparraman virtuosamente sobre los platos de ávidos asistentes a bodas y celebraciones; en Cuba es Ajiaco, en el Caribe (más bien seco), fiambre. Existen también ollas de filiación étnica –gitanas– y potajes de carácter renunciante como los pucheros mendicantes de vigilia, así como escudillas y cazuelas moriscas como las que viera Alonso Quijano el Quixote. Queda claro que, como afirma el experto José Esteban, no existen caldos ortodoxos y mucho menos heréticos.