Sociedad

El complejo revoltijo de los romeritos

TXT Alberto Peralta de Legarreta
Lectura 4 - 7 minutos
El complejo revoltijo de los romeritos
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El complejo revoltijo de los romeritos

TXT Alberto Peralta de Legarreta
El complejo revoltijo de los romeritos
Fotógraf@/ TOMADA DE LA WEB
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Una gastronomía tradicional como la mexicana debe sentirse orgullosa de todas sus manifestaciones, ya sea que éstas provengan de las clases populares o de la élite. La idea de que existen cocinas altas y bajas es completamente política e ilusoria, pues aunque resulta innegable la existencia de distintos estamentos sociales, en términos gastronómicos resulta muy difícil decir que sus cocinas se desarrollan de manera independiente. Existe entre las clases un fenómeno que me gusta llamar la Envidia del fogón. Se trata de un mecanismo bidireccional por medio del cual tanto las clases desfavorecidas como las encumbradas observan, idealizan, anhelan y finalmente se apropian de la comida del Otro. Un análisis cercano a los platillos representativos de cualquier gastronomía de clase mundial dejará entrever que antes de elevarse o convertirse en iconos nacionales una buena parte de ellos tuvo orígenes humildes, mientras que otros acusan el rostro “descendente” de la popularización. Este proceso de envidia y posterior hurto provee dignidad a las preparaciones al permitir –de maneras específicas para las necesidades de cada “clase” y tipo de paladar socialmente construidos– la adaptación de ingredientes, métodos de cocción y desarrollo de un aspecto estético final. En el más profundo de los secretos, ricos y pobres se encelan lascivamente sus fogones, y esta envidia es uno de los factores que más dinamismo y persistencia histórica le dan a una gastronomía.

Debido a esta envidia, y a pesar de no aparecer en los libros de “alta cocina mexicana”, a los romeritos se les identifica como un platillo tradicional mexicano cuya identidad popular y origen humilde no impidieron nunca su consumo entre las clases pudientes. Hoy es posible encontrar diversas versiones de esta antigua especialidad típica de los días de ayuno tanto en ollas pueblerinas como en contenedores plásticos a la venta en el departamento de comida preparada de los supermercados citadinos. Sin embargo, aunque los romeritos son hoy por hoy un elemento gastronómico identitario, los detalles de su génesis se pierden en los tiempos y las geografías. Lo que puede afirmarse es que antiguamente fueron conocidos como “revoltijo” (aún hoy se les llama de esa manera en algunas localidades) y que siempre estuvieron vinculados a los períodos de ayuno católico, mejor conocidos como “días de guardar”, es decir, en semana santa y navidad. Durante esos lapsos de introspección y arrepentimiento la tradición pide a los fieles cambiar la naturaleza de su ingesta, algo que en otras palabras puede resumirse en la renuncia a alimentos que compartan la naturaleza de su corporalidad humana (terrestre, pesada y de sangre caliente: carne) y la inclusión/sustitución por plantas o seres de naturaleza aérea o acuática (fluidos, ligeros y fríos como el espíritu). Es aquí donde los romeritos encuentran su lugar y momento –desde sus inicios humildes como quelites de consumo prehispánico y posteriormente dignificados gracias al mole y los camarones– y podemos dar por inexacta y simplista la regla popular que predica que durante el ayuno “se deben cambiar las carnes rojas por blancas”.

Los antecedentes más antiguos de los romeritos mexicanos y el significado que los acompaña están los ancestrales pucheros medievales que en la España del siglo XV sirvieron como alimento de guerra a las huestes que luchaban contra los moros, guisos o estofados. Estos cumplimentaban además la de por sí escasa y disminuida dieta de los frailes pertenecientes a las órdenes mendicantes, cuyos pucheros se confeccionaban con cualquier cosa que la providencia o la caridad pusieran en sus manos (generalmente grasa o aceite, yerbajos, legumbres y verduras, tubérculos, trozos de carne y pan o harina para espesar). Pocos años después esos mismos frailes o sus compañeros cruzaron el Atlántico hasta la Nueva España, y dando continuidad a sus estrictas normas de pobreza, renuncia y sacrificio, adoptaron los humildes quelites [hierba verde y comestible] que los indios tanto valoraban, tal vez con la idea de que era adecuado alimentarse precariamente con “rastrojos y otras hierbas desta tierra”, por lo que terminaron cocinándolos de la única manera en que podían imaginar: como puchero. Este proceso de dignificación a través de métodos y conocimientos culinarios extranjeros pudo suceder también en las ollas de los primeros mestizos, probablemente bajo la influencia de cocineras españolas o negras del África ecuatorial, afines a las especias y los sabores fuertes.

En España los humildísimos pucheros de vigilia tienen orígenes antiguos y pueden rastrearse –por escrito– hacia el siglo XIV e incluso antes, mientras que las más antiguas colecciones mexicanas de fórmulas culinarias que han llegado a nuestros días, conteniendo recetas de romeritos, pertenecen al siglo XIX. Sin embargo hay que hacer notar que un recetario franciscano del siglo XVIII, el célebre Libro de cocina del hermano fray Gerónimo de San Pelayo, consigna tres interesantes recetas de “revoltijo” que si bien no incluyen los romeritos como ingrediente, sí parecen ser antepasados novohispanos de nuestro guiso y dan fe de la persistencia y continuidad de los pucheros como herencia de las cocinas europeas. En esos guisos frailunos se mezclaban garbanzos, espinacas, papas con sus “pies” (fondos o recaudos) hechos con ajo, cebolla y jitomate además de vinagre y especias foráneas como clavo, pimienta y azafrán. Curiosamente en una entrada titulada “Otro revoltijo” fray Gerónimo agrega camarones a su preparación. El revoltijo de romeritos lo elaboraba el fraile lavando con tequesquite blanco los quelites recién cortados y limpios para después cocerlos, exprimirlos y guisarlos con pipián, papas cocidas y rebanadas, nopales picados y tortitas capeadas de polvo de camarón seco. En vez de pipián se les podía guisar también en clemoles [guisados compuestos con maíz tostado y molido, frito después en manteca con chile, tomate molido, caldo de carne, pimienta, epazote, hoja de aguacate y sal] o en caldillo de chile ancho.

El agitado siglo XIX daría a luz a la receta más o menos acabada de los romeritos, pues aparentemente aún no se les cocinaba con el mole oscuro utilizado en la actualidad. En 1872 algunas recetas de revoltijo fueron publicadas en el recetario La cocinera poblana o el libro de las familias, aunque no incluían quelite alguno sino sólo verduras y leguminosas. En El cocinero mexicano de 1831 aparecen como “Romeritos en pipián o revoltijo”, y 57 años más tarde la reedición ordenada en forma de diccionario de este compendio los llamaría solamente “romeritos”, describiéndolos acompañados aún con pipián y advirtiendo que, aunque era algo poco común, el revoltijo de romeritos podía hacerse con clemole al que se le agregaba el caldo de cocción de los camarones y tortitas de ahuauhtle (hueva de mosco acuático). Los siglos se encargaron poco a poco de desacralizar el simbolismo y el consumo de los otrora humildes romeritos, que dotados de dignidad se abrieron paso hacia la gloria icónica al incorporar cada vez mejores y más finos ingredientes hasta instalarse con comodidad en cualquier mesa mexicana, rica o pobre, que tuviera a bien ofrecerles posada en la grata compañía de tortillas, al interior de una buena torta o como topping de un sabroso omelette

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