Nadie habrá dejado de notar que al hablar de nuestros alimentos, en México lo hacemos con gran cariño. Y no me refiero únicamente a esa manera emotiva que tenemos de hablar sobre la comida que se cocina en nuestros hogares o que fue creada y perpetuada por nuestra familia, de la cual nos sentimos orgullosos al grado que nos resulta fácil afirmar cosas como que “el mejor pozole es el de mi mamá”, que los chiles en nogada “sólo en mi casa saben hacerlos” o que “aquí sólo mis chicharrones truenan”.
En realidad lo llamativo es esa particular manera que tenemos los mexicanos de “apapachar” a nuestros alimentos. Apapachar es un verbo nahuatl que significa literalmente gobernar, y por extensión, cuidar y proteger cariñosamente. Cuando alguien apapacha a otra persona la abraza, hace suya su pena o su indefensión y le libra de su peso: le gobierna, mas no con poder, sino con afecto. Quien apapacha consiente y provee cariños, hace regalos y provee bienestar. Eso es exactamente lo que hacemos con nuestra comida, y la comida con nosotros; basta con escucharnos hablar de guisos e ingredientes en forma diminutiva, cosa que nada tiene que ver con su tamaño o volumen, para darnos cuenta de cuánto los queremos y cuánto nos coquetean. Así en México, dicho con cierta melosa entonación de voz, el mole no es mole, sino Molito, del mismo modo que los frijoles son en realidad frijolitos, las papas papitas, el arroz arrocito, los tacos taquitos, el chile chilito, la tortilla tortillita, el totopo totopito y el agua agüita. Definitivamente las cosas no nos sabrían igual si dijéramos “pásame el guacamole” en vez del educado “¿te molesto si me pasas el guacamolito?” o, llenos de antojo, imagináramos unos tacos en lugar de “unos taquitos con su salsita, su limoncito, cebollita y cilantro”.
Hablamos así de nuestra comida porque preservamos una inconsciente (y no siempre bien aceptada) memoria lingüística de nuestra identidad pasada. Las lenguas autóctonas de México, que reproducen una visión del mundo íntimamente vinculada con la tierra y la producción de alimentos, emulan sonidos naturales y construyen complejas metáforas en las que el elemento reverencial resulta de primera necesidad. El castellano actual en México se encuentra poblado de nahuatlismos o aztequismos, palabras que se asoman sobre todo en el ámbito de la cocina y que hoy apenas notamos de tanto decirlas. Tal vez resulte curioso saberlo, pero para un hablante actual del altiplano central, el veinte por ciento de las palabras que diga a diario en la cocina provienen de esa lengua ancestral nativa que dice no hablar. Por educación, en la lengua náhuatl el tono reverencial es algo cotidiano e incluso obligatorio. Se reverencia a todo aquello que merece respeto o cariño –lo apapachable–, y aunque esta respetuosa manera de hablar no tiene paralelo en el castellano actual, los mexicanos hemos aplicado el diminutivo como sustituto de la antigua desinencia o sufijo –tzin (querido, amado, respetado, reverenciado, apapachable) que es muy diferente a –tontli (–ito, –ita). Todo esto, desde luego, sin contar que algo puede ser tzin y tontli al mismo tiempo, es decir, –tzintli. Un buen ejemplo de lo anterior sería:
Etl (frijol)
Etzin (amado, querido, respetado frijol)
Etzintzintli (amado, querido, respetado frijolito)
De esto resulta que en México cuando en nuestro violentado castellano “disminuimos” algo por nomenclatura, en realidad lo que hacemos es engrandecerlo emocionalmente gracias a unos ya invisibles –tzin y –tzintli. Por eso un caldo nunca podrá igualarse a un caldito, en cuyo nombre “disminuido” se percibe el cariño y la calidez de la mano que lo produjo además de la ilusión con que se le desea y las posibles bondades salutíferas (ciertas o falsas) que pueda proveer. El uso de diminutivos en México es una eficaz manera de honrar a los alimentos y de vincularnos a ellos. Lo hacemos dando continuidad a esa ancestral práctica de hablarle al maíz y librarlo del miedo al calor antes de cocerlo, como quedó registrado en el Códice Florentino de Sahagún, o la de pedirle perdón por haberlo tirado al suelo sin reflexión, dejándole ocioso e incapaz de trabajar. Hablarle bonito a los alimentos es también para un mexicano una garantía de que éstos lo tratarán bien, pues es necesario comprender que el reverencial nahuatl tiene un carácter bi direccional que implica que, si alguien honra a otro, su respuesta estará cargada de reverencia también.
Y cómo no hacerlo, si los alimentos, naturales o transformados a través de la cocina tradicional, familiar e incluso comercial, nos parecen bellos en todos los sentidos. Los alimentos en México coquetean; están vivos, se nos insinúan a cada momento, piden culto y a cambio proveen nutrición, identidad y orgullo. La comida nos coquetea porque de tan bonita (en reverencial) no tenemos empacho en afirmar que “nos hace ojitos” en la mesa o nos “pide a gritos que nos la comamos”. Por eso la queremos tanto, nos esmeramos en prepararla y la incorporamos a nuestros cuerpos con tanto deleite y pasión.