En la olla de la cocina mexicana el tiempo quiso que se metieran muchas cucharas. Si ponemos un poco de atención a lo que comemos y averiguamos con curiosidad el origen de muchos ingredientes y preparaciones que creemos nacionales, seremos capaces de notar que nuestro árbol genealógico y gastronómico tiene sus raíces firmemente ancladas en diversos lugares del mundo. La metáfora del árbol no carece de fundamento, pues por largo tiempo, en aceptación no siempre gozosa de nuestro mestizaje, se ha hablado de las “raíces” que lo alimentan, mismas que al conjugarse dan lugar a una identidad muy compleja y llena de matices, muchas veces insospechados. En general solemos reconocer en nuestra genética física y cultural la raíz europea (no falta quien afirma que nos sirvió para “mejorar la raza”), con algunas dificultades la raíz nativa o “indígena” (no nos gusta que se nos relacione con “indios”), con cierta superficialidad la raíz asiática (generalizamos haciéndolo todo “chino”) y con no poca renuencia la raíz ligada a la negritud africana (solemos fingir que no es parte de nosotros). Del mismo modo hemos pasado por alto de manera injusta la presencia de una quinta raíz, no menos importante, que nos proveyó con influencias del Medio Oriente: la raíz árabe-libanesa.
Hablar de lo árabe significa muchas veces referirse al Islam y a sus creyentes. A estos “infieles”, expulsados de la Península Ibérica en 1492 al tiempo que Colón se topaba con América, se les prohibió expresamente el cruce del Atlántico y el establecimiento en las nuevas tierras debido a que los reyes de España consideraban que tanto su ideología como su linaje impuro constituirían una contaminación indeseable. Sin embargo, podemos afirmar que en México la influencia gastronómica del Medio Oriente comenzó desde los lejanos albores de la Nueva España, pues en las bodegas de los barcos llegaron con los conquistadores y las reglas estrictas de los frailes elementos característicos de la influencia árabe en Al-Ándalus (sur de España, “Andalucía”) como los garbanzos, las lentejas, el azúcar, algún tipo de arroz, las semillas de mostaza, las habas, los arvejones (chcharos secos), las alcaparras y los ahjosrvejones (chos frailesia del Medio Orientee creemos nacionalesyícharos secos), las alcaparras, el agua de rosas, la canela y los ajos. Del mismo modo, es posible rastrear en aquel formativo siglo XVI novohispano algunos métodos para conservar alimentos que tuvieron origen en la ruda y escasa vida cotidiana de los árabes, nómadas y mercaderes, quienes al trasladarse en caravanas crearon conservas como el hoy mexicanísimo escabeche (palabra que proviene de la lengua árabe-persa Sikbâg o "guiso con vinagre", cuya pronunciación vulgar sonaba a “iskebech”, misma que pasó después a "escabetx" en español y catalán) o los almíbares (del árabe al-maiba, “jarabe”). Los siglos que siguieron dejaron ver más aún influencias de lo árabe en la indómita dulcería novohispana, de clara influencia andalusí, donde encontramos el arroz con leche y los dulces con almendras, nueces y canela. Sin embargo, la más notable de las migraciones étnicas y gastronómicas del Medio Oriente hacia el México independiente sucedió entre 1870 y 1930 con la llegada de muchos “turcos” (de nuevo, generalizamos), quienes ya sin restricciones desembarcaron provenientes de Líbano para evitar los conflictos políticos causados por el Imperio Otomano. Fueron ellos quienes introdujeron en nuestro país, de una manera no exenta de nostalgia y orgullo, elementos de una gastronomía que si bien no era posible reproducir con exactitud (no se conseguían las hojas de parra, por ejemplo) sí inspiró la creación de especialidades que hoy consideramos mexicanas. Entre los ingredientes característicos de aquella nueva comida invasora se cuentan la berenjena, el trigo, la pasta de ajonjolí o T’jine, la yerbabuena y la carne de carnero.
Aquellos árabes y libaneses, cuyas primeras generaciones ya mexicanas no se salvaron de ser parodiadas por un cine nacional que ayudó a popularizar su apodo de “harbanos” (como sinónimo de “negociantes”), se dedicaron al comercio de telas, a las ventas en abonos y a la producción callejera de alimentos, pues debe decirse que algunas crónicas urbanas de mediados de siglo hacen eco de la queja de la presencia de estos extranjeros apoderándose del negocio de los tacos. Se sabe también que a mediados del siglo XX los libaneses poblanos comenzaron a ofrecer “tacos árabes”, es decir, envoltorios hechos no con tortilla de maíz, sino con pan “pita” de trigo y rellenos de carne de carnero o de cerdo condimentada con jugo de limón, vinagre, sal, pimienta, ajo, tomillo, perejil y orégano. En otros lugares lejanos al Altiplano central es posible encontrar también profundas huellas de lo árabe-libanés en las gastronomías locales. Muchos recetarios yucatecos tradicionales cuentan con un apartado de “influencia libanesa” en el que se asoman delicias como los kepes fritos, horneados y crudos (allá, con influencia mayance, conocidos como kibis), “gallina árabe”, hummus o Garbanza, ensalada de pepinos y Tabule, sin que falten el mestizaje con chiles locales, los arroces con fideos o lentejas y el tradicional jocoque (que no es sino una palabra robada a la lengua nahuatl: xococ = agrio).
Y por si fuera poco, es a miembros de la comunidad árabe-libanesa a quienes les debemos la introducción comercial del tradicional asador vertical y la preparación de los primeros tacos al pastor, alrededor de 1967, con lo que comenzó la lenta y progresiva dignificación de un alimento callejero y para muchos ruin, que con esta intervención se llenó de condimentos, mejores carnes (en las calles los tacos solían ser para pobres y de vísceras) aderezos y salsas. Que no nos extrañe para nada si algún día Alláh decide también volverse mexicano.