Sociedad

Sobre la hamburguesa y la cultura gastronómica norteamericana

TXT Alberto Peralta de Legarreta
Lectura 4 - 7 minutos
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Sobre la hamburguesa y la cultura gastronómica norteamericana

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Alberto Peralta de Legarreta

Profesor investigador de la Facultad de Turismo y Gastronomía

Universidad Anáhuac México

Si lo que se desea es ver estallar la ira y la maledicencia de alguna persona relacionada con el medio culinario, o incluso la de otra cualquiera que tenga a bien autodenominarse como “de buen comer”, menciónele las palabras Gastronomía Norteamericana o Estadounidense. Es probable que de inmediato note en el individuo un cambio de actitud; quizás perciba en ella un gesto que pretende evidenciar el mal gusto de su comentario, o en definitiva, tal vez presencie un reclamo formal en el que afirme que los norteamericanos –dirá gringos– no tienen cultura y que por tanto su forma de comer y sus alimentos icónicos no constituyen en absoluto una verdadera gastronomía. También es probable que escuche argumentos enardecidos con los que el pensador híper nacionalista intente comparar una simple hamburguesa con un inenarrable –dirá barroco– mole poblano, pero no vaya a sentirse usted mal, porque cualquiera de estas respuestas representa sin duda un equívoco o una expresión de la más pura intolerancia.

Persiste desde el siglo XVIII la idea francesa de que las gastronomías pueden medirse y competir entre ellas, y que de hecho es la complejidad de los procedimientos culinarios (aquello incluso “artístico” o “científico” que sucede en la cocina) la que permite jerarquizar o incluso calificar las cocinas de diferentes grupos humanos. Lo anterior pretende afirmar que un reptil o un insecto apenas cocido al fuego directo y consumido en el desierto por un grupo nómada es menos gastronómico que una Salade Landaise o un más complejo Coq au vin en la mesa de un buen restaurante parisino. Si seguimos este etnocéntrico criterio francés, resulta natural que no falte quien diga que la fast food norteamericana nada tiene de gastronómico y que su icónica hamburguesa no es otra cosa que una triste muestra de su pobreza identitaria y cultural. Pero quien esto afirme nuevamente debe ser corregido, pues lo hace desde la total ignorancia del concepto básico de gastronomía y las dos condiciones necesarias para que una ingesta pueda ser caracterizada como parte de una auténtica cultura gastronómica: Primero, que alimente y provea de vida o supervivencia a un grupo humano y, segundo, que permita la generación de identidad hacia dentro y hacia el exterior de éste. Visto así, no cabe duda que unos escargots y una sopa de cebolla que hoy por hoy son el examen final de Le Cordon Bleu, cumplen con estas condiciones tanto como lo hacen una hamburguesa de McDonald’s y una pizza neoyorkina.

La afirmación de que una hamburguesa es algo simple y poco gastronómico es una falacia absoluta. Se trata de un alimento que le da identidad a millones de personas igual que lo hace el taco en México, la pasta en Italia o los cocidos en España. Este alimento, al que un mito gastronómico semejante al del mole le pone fechas de invención y nombres de posibles autores (sin pruebas históricas fiables), es verdaderamente complejo y goza de una historia quizás corta, pero suficiente para pergeñar un objeto representativo del país más económicamente influyente del mundo. No se trata como a menudo se dice de un ramplón trozo de carne molida atrapado entre dos panes, y si algo queda hoy claro frente a la diversidad de preparaciones disponibles, es que no fue un invento súbito, sino que como cualquier otra especialidad gastronómica proviene de una larga y creativa construcción cultural que por más de cien años la ha venido dotando de ingredientes y llevándola en no pocos casos hasta la categoría gourmet. Pero recordemos que todo alimento complejo tiene siempre orígenes humildes. Traída a la América norteamericana por navegantes y migrantes alemanes, la croqueta de carne molida y condimentada (conocida como pattie) fue un alimento popular a finales del siglo XIX en calles de ciudades como Nueva York y ferias como las de Wisconsin. Tal vez en ese primer momento el meterla entre dos trozos de pan fue sólo una manera práctica de hacerla portátil, pero con el paso de los años cada etnia y cada nacionalidad alojada en ese país de cocinas migrantes le fueron aportando posibilidades y exquisiteces a la hamburguesa: la mayonesa probablemente fue introducida como ingrediente por españoles o franceses, la mostaza (mezclada con vinagre para hacerla untable) por algún árabe, el queso cheddar seguramente por ingleses nostálgicos de su tradicional Chester, las frescas lechuga y cebolla por un mediterráneo, el “tomate” por italianos o mexicanos, los pickles o pepinillos encurtidos quizás por alemanes, el pan y el tocino como genéricas herencias medievales de Europa, el ajonjolí o sésamo por alguien del Medio Oriente y la salsa catsup por un chino, quien tal vez adaptó con tomate una tradicional receta de salsa de pescado fermentado llamada kê-tsiap (todo lo anterior sin contar que se dice que la carne picada o molida tiene sus orígenes en la “barbarie” tártara de las huestes de Gengis Khan). Como se ve, la hamburguesa es un alimento complejo y cosmopolita como pocos en el mundo y el análisis de su anatomía e historia explica con claridad su innegable capacidad para adaptarse y volverse universal. No debe olvidarse, además, que la hamburguesa rara vez se consume de manera aislada; la cultura la ha dotado de acompañantes que conforman con ella una tríada tan válida como la griega (cereal-vino-aceite) o la mesoamericana (maíz-frijol-chile) de modo que hoy es difícil imaginarla separada de papas a la francesa y alguna bebida dulce de soda.

Todo alimento es producto de un momento histórico y de necesidades específicas del grupo humano que lo crea o modifica. La hamburguesa tuvo probablemente sus orígenes en la practicidad y la conveniencia requerida por los norteamericanos en busca de satisfacer su máxima time is money. Una sociedad con prisa y dedicada a la obtención de objetos materiales que otorgan Ser a su poseedor (las medievales fama y fortuna) produce alimentos de naturaleza rápida y portátil, adecuados para respetar horarios de alimentación y optimizar ganancias en los negocios. Con ello se satisface también a consumidores con las mismas necesidades, quienes incluso podrían consumirlos en soledad y de manera expedita, como si de complimentar un trámite se tratara, pues en realidad la cena (a media tarde) representa hasta hoy la más importante de las comidas norteamericanas por congregar a la familia y requerir alimentos más complejos como los estofados. Debido a su naturaleza muchas veces los alimentos de la fast food corren el peligro de no convertirse en comida, y es quizás por eso que, al juzgarlos desde una cultura latina que considera a la comensalidad y el diálogo humano como partes indisociables de una mesa, siempre estarán en desventaja y corriendo el riesgo de que de ellos se diga que “no son comida, y mucho menos parte de una auténtica gastronomía”. De ser así, debe insistirse, estaríamos sentenciando de manera injusta, y lo peor de todo, demeritando y tal vez dejando de lado algo verdaderamente delicioso.

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