Hay héroes que lo son sin tener la intención de serlo. Personas que de pronto tienen que brindar un servicio de rescate debido a que son buenos haciendo algo, algo que nunca pensaron en hacer con ese fin, y que suelen practicar como una manera de divertirse o investigar. A veces ni siquiera es una actividad a la que le dediquen tiempo completo.
Imagina que la vida de alguien dependa de eso que haces tan bien, pero para ti sólo es un pasatiempo, nunca pensado para enfrentar catástrofes o emergencias, y que nadie más lo puede realizar a excepción de ti. Que aparte tengas que experimentar con técnicas que jamás usaste porque las ideaste en el último minuto al verte en la necesidad de tomar una decisión crucial y actuar bajo mucho estrés.
El mundo te observa, los familiares de las victimas depositan todas sus esperanzas en ti y sabes que si fracasas provocarás el desencadenamiento de múltiples sufrimientos inconmensurables. Tienes entrenamiento, pero no para enfrentar presiones emocionales de tal magnitud. Sí o sí tienes que conservar los nervios de acero; desmoronarte no le ayudará a nadie. Sabes que otras personas y sus equipos de salvamento están haciendo esfuerzos sobrehumanos para darte más tiempo y que puedas ejecutar eso en lo que eres único, sin mucho margen para el error. Para quienes lo viven, y no sólo lo imaginan como nosotros, debe ser una experiencia aterradora.
Hace poco vi la película de un caso así. No suelo romper en llanto, pero saber que lo que estaba viendo sucedió en la realidad, me quebró. El caso que menciono es el del equipo de futbol juvenil que se quedó atrapado en una cueva de Tailandia con más de 10 km de túneles. Recuerdo que la primera vez que supe de la historia fue un encabezado de noticia, prácticamente algo superficial y de allí no pasó. Una más de la lluvia de catástrofes de la que nos enteramos a diario.
Hay historias que necesitan ser descritas con maestría o representadas en buenas películas para que logren impactar en las emociones entumidas de la humanidad. Estamos desensibilizados y no puedo evitar alarmarme cuando pienso detenidamente en esa situación en la que yo también estoy inmersa. No todas las historias cuentan con la suerte de ser llevadas a la pantalla grande o a ser contadas desde la literatura. Lo que viví al ver la película me sobrepasó. Tenía mucho tiempo que no me pasaba algo así, ni con un libro, ni con una película. El factor determinante fue saber que no se trataba de ficción.
Los héroes de esa historia vivieron lo que pudo haber sido su última hazaña o su último aliento. Preciso decir que en muchas de las escenas el agobio era tal que me estremecía. Me provocó infinidad de emociones, todas muy intensas, pero la que al final perduró fue la de agradecimiento y admiración por hombres así, que tienen el temple y la vena de la valentía indomable. Lo escribo y me vuelvo a emocionar hasta el escalofrió. Lo que hice inmediatamente después de ver la película fue investigar sobre ellos. Quería saber todo de sus vidas, de las cosas los habían llevado a ser fascinantes. Ese sentimiento persiste, me hace querer ser igual de audaz. Sueño con escribir historias así, totalmente inspiradas en personas de su categoría.
No entiendo como circunstancias tan adversas involucrando a individuos tan fuera de lo común no pueden ser modelos a seguir como lo es una moda del reggaetón. No, la verdad es que sí lo sé; los medios de comunicación están repletos de historias que dan demasiada importancia a personas sin méritos. Otro ejemplo todavía más triste que el reggaetón y que de inmediato que viene a mi mente es la variada cartelera de series y libros que hablan de narcos y delincuentes como si realizaran verdaderas hazañas y de lo único que son ejemplo es de cobardía. Aclaro que mucho tiene que ver desde qué perspectiva se escribe sobre ellos y obviamente está ganando la equivocada.
La película a la que me refiero y recomiendo es 13 vidas de Ron Howard. Me encantaría que inspirará a muchos jóvenes a ser como ellos. Aquí les dejo un poco de lo que la película me transmitió:
Casi puedo sentirme en la matriz de la montaña empaquetada en una placenta de sueño ligero. Muerte pequeña, necesaria y tibia; néctar de jeringa. Dosis de anestesia para cinco horas. Casi puedo sentirme viajando por las entrañas de la diosa de la roca a unos cuantos respiros del ahogo. Casi puedo sentir la turbulencia en toda mi piel, en mis ojos peces de silencio, en los huesoso estalactitas.
Cueva grito paralizado, grito largo largo atragantado con su propia saliva revuelta. Adentro una voz de final dice cada uno de los nombres de los niños para inventarles alucinaciones por inanición y frío. El agua enfurecida estrangula al tiempo, pone obstáculos y roba vida. El agua enfurecida colapsa tierra, nace remolinos, fractura cuerpos.
Y afuera las plegarias intentan detener al cielo. Suplican por branquias para los cautivos. Y adentro los ángeles de la profundidad con el temor de convertirse en emisarios del silencio.
Y arriba sobre la raíz cavernosa, la ingeniería no alcanza para detener la furia del monzón, para multiplicar las bocanadas de oxígeno. La ingeniería no alcanza para pedirle perdón a la naturaleza y a la diosa que los guarda.
Y el llanto atrapado en las arterias de mi cuerpo corre como esas corrientes subterráneas. Y el grito caminándome en la sangre. Y el suspenso tapándole la boca al corazón. Y la inquietud de mi carne, que está a salvo afuera de esa historia, casi me alcanza, pero me quedará debiendo realidad.
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