Hugo Martínez Albores, se llama, nosotros le decíamos de cariño Huguito. Era moreno claro, delgado, colocho, su voz era delgada y quebradiza, usaba siempre pantalones apretados, nunca lo vimos jugando fútbol en la calle ni en el campo, ni canicas ni trompo. Por lo regular permanecía en su cuarto o ayudando a tía Jose (Josefina), su mamá.
En el barrio vivíamos cerca de 15 familias. Conforme los niños fuimos creciendo, salimos a las calles descalzas a conocer el mundo y sus misterios, Hugo, que nos llevaba tres o cuatro años, por el contrario, permaneció encerrado, aprendiendo actividades diversas, propias, en aquel tiempo, “de las mujeres”.
Le decíamos de cariño “Huguito”, los de barrios contiguos lo llamaban “Hugo el mampito”.
Huguito proveía muchos servicios que sólo se podían encontrar en el centro de la ciudad y a precios muy altos: cortaba el pelo a hombres y mujeres, hacia vestidos para toda ocasión, pantalones, instalaba coreografías para quinceañeras, decoraba las casas para cualquier tipo de fiestas, ayudaba cuando había fallecidos en alguna casa.
Todo lo hacía con mucho cariño. Mientras nos cortaba el pelo, nos aconsejaba: mira, a ti este corte te queda mejor porque tu cara es redonda, puede arreglarte el pelo de esta manera.
Recuerdo muy bien cierta vez que una mujer llegó a rentar una casa cerca de donde mi familia vivía.
En el barrio, uno de los más pobres, populares y peligrosos, en aquel tiempo, poca gente llegaba o se iba, y los nuevos vecinos fueron motivo de atención para el grupo de 10 o 15 niños.
Los nuevos inquilinos eran muy raros, mantenían la casa cerrada y no observábamos mucho movimiento por las tardes que ocupábamos las calles sin pavimento para jugar.
Todos los días, a eso de las ocho de la noche, una mujer robusta, muy bien vestida, salía de la casa, cerraba con llave la puerta y caminaba rumbo la calle principal a buscar un taxi. Todos los días, la nueva vecina pasaba frente a la puerta de mi casa, mientras yo cenaba o preparaba mis útiles para ir al día siguiente muy temprano a la escuela.
Cierta vez, que debió ser en un periodo de vacaciones o un sábado o domingo porque no fuimos a la escuela, como a las dos y media de la tarde, de la casa de la mujer salió un niño más o menos de nuestra edad, de entre ocho o nueve años, con una borcelana en la mano. Cerró con llave y caminó hacia la calle principal, después dobló a la izquierda y caminó 10 o 12 cuadras, mucho más allá del callejón donde vivíamos. Tres amigos lo fuimos siguiendo escondidos, para que no nos viera.
El pequeño tocó en una casa y salió un hombre:
-Vengo a ver si me pueden convidar un poco de comida para mis hermanitos y para mí –dijo, enseñando los tres trastes de peltre apilados.
El hombre se metió y salió una mujer. El niño volvió a repetir la solicitud y el gesto.
La mujer tomó los trastes, se metió a su casa y en minutos salió con los tazones que entregó al pequeño.
-Están calientes, no te vayas a quemar; cuando llegues a tu casa, revisa que no se vayan a quemar tus hermanitos.
El niño tomó los trastes, camino de regreso a su casa, abrió con una llave y entró.
Por la tarde noche, cuando la mujer pasó por mi casa, le conté a mi mamá que habíamos seguido al niño y que pedía comida en las casas para él y sus hermanos.
Al día siguiente mi madre y varias vecinas fueron a ver a los pequeños, a eso de las 12 del día, mientras nosotros estábamos en la escuela.
Por la noche, mi madre me platicó que el niño no les había abierto la puerta, pero sí una hoja de la ventana y vieron que la mamá estaba de espaldas, acostada en la cama, durmiendo. Los pequeños, una niña que apenas gateaba y otro pequeño como de dos años, estaban en un petate. No tenían muebles. El niño le contó que la mamá se iba por la noche y regresaba por la mañana, dormía todo el día, comía, se bañaba y se iba a trabajar; a veces no llegaba hasta dos días después.
-¡La mujer trabaja de puta! Pobres niños, vamos a llevarles de comer y vamos a traer a la casa a los pequeños para bañarlos.
Al día siguiente se presentaron varias mamás en la casa de los niños, la mujer no había ido a dormir y los pequeños no habían comido. Mi madre me contó que hicieron el aseo de la casa y que estaba llena de mierda porque el más gran de los niños apenas podía limpiar y atender a sus hermanos.
Huguito ayudó en el aseo de la casa, bañó a los niños, les cortó pelo y consiguió ropa para ellos. También les tomó medidas, para hacerles ropita.
Desde ese día en adelante, mi mamá y sus amigas prometieron que les darían de comer a sus horas y los mantendrían aseados. Comenzaron a buscar qué muebles y trastes podían donar a la familia.
Todos estábamos muy contentos porque teníamos nuevos vecinos y, como nuestros padres, también dimos nuestra palabra que los invitaríamos a jugar y los protegeríamos.
Al día siguiente, por la noche, observamos que llegó la mamá de los niños, iba trastabillando, quizás ebria. Apenas pudo abrir la puerta de su casa.
Mi madre y las vecinas consideraron que en unas nueve horas después podrían ir a hablar con ella, para que aceptara confiarles a sus pequeños mientras descansaba o se iba trabajar.
Nunca pudieron ofrecerle ayuda. Al siguiente día por la tarde, cuando mi mamá y sus amigas se apersonaron en el domicilio de la mamá y de los niños, encontraron la casa vacía.
Huguito estaba por terminar ropita a la medida para la más pequeña y para el hermanito del niño más grande. Cuando le avisaron que se habían ido se puso a llorar.
Nosotros fuimos convirtiéndonos en muchachos adolescentes y después en jóvenes. Las niñas crecieron más rápido y se volvieron hoscas.
Huguito se fue afeminando cada vez más y cada vez más se fue requiriendo de sus servicios, que después proveía en los otros barrios contiguos y lejanos porque era muy eficiente en lo que hacía.
Nunca lo discriminamos ni lo agredimos.
Como a cualquier amigo y vecino nos gustaba bromearlo. Nuestros tíos, que nos llevaban tres o cuatro años, eran un poco más pesados con él: cuando ellos estaban agrupados en la esquina, medio bolos, pasaba rumbos a su casa, frente a ellos, y le chiflaban. Huguito se convertía en una mujer y les seguía la broma.
Algunas veces lo llegaron a nalguear y él no se molestó.
Recuerdo particularmente un sábado que atravesó por donde los más chicos jugábamos y el hombrerío tomaba cerveza.
Llevaba un pantalón verde apretado y una camiseta justa, amarilla, a la que él le había cortado las mangas. En su pecho costuró unos labios rojos y arriba de éstos unas letras verdes bordadas, en inglés: “Kiss me”.
Nadie sabía qué quería decir esa frase, pero después que los cochis le vieron la camiseta le comenzaron a decir El Kismi. Con las semanas, la hombrada se olvidó de este incidente y regresó al sobrenombre de Huguito.
Muchos de estos jóvenes del barrio iniciaron su vida sexual con este muchacho. Lo habíamos escuchado de ellos mismo, cuando platicaban en círculos y nosotros permanecíamos detrás, esperando que los bárbaros nos revelaran algunos secretos de la vida y del instinto.
Glosario
Arrecha. Adj. F. (Col.)(1) Mujer u hombre de ánimo pronto que generalmente más tarde se arrepiente. (Col.) (2) Actitud de gusto entre la hombrada. Modo casquivano sin llegar a depravado. Rial Academia de la Lengua Frailescana
Bolo. Borracho. Estado del más alto grado de nitidez mental en que entregan después de tomá no más dos. Oportunidad única pa´ mirá el cielo desde el suelo. Rial Academia de la Lengua Frailescana
Carraca. Trozos de carne pegada a la mandíbula de cerdo, cocida con manteca. Va acompañada con salsas, pico de gallo (con ingredientes de la región, incluyendo el chile de Simojovel); se sirve con tortilla de maíz. Una de las botanas preferidas del bolo tuxtleco.
Cochi (a). Zoo. Suideo, ungulado, del grupo de los cordados que come caca. “Sos muy cochi”, Expresión que se aplica a las personas que abusan del pozol o del trago. “Andá ve si ya puso la cocha”, Instrucción paterno-materna de la niñez, para que ya no estuvieras chingando. Rial Academia de la Lengua Frailescana.
Colocho (a). De pelo chino o ensortijado. Rial Academia de la Lengua Frailescana.
Hombrada. Grupo pequeño de masculinos reunidos en un solo sitio. “El hombrerío bien bolo, míralo”.
Mampo. Volteado. Marica. Homosexual. Gay de pueblo, Según el prestigiado galeón filólogo por afición, Dr. Garzón este adjetivo tan común en La Frailesca, puede haberse derivado de Mamporrero, término que según la otra Academia, aludía al peón de campo que en el momento en que el garañón saltaba sobre la yegua, le ayudaba dirigiendo el pene al lugar adecuado p’a iniciá la cópula (el del caballo). (Not. del Com. Edit. El que se le haya eliminado la terminación puede resultar comprensible si se considera que en las lenguas indígenas regionales no se emplean las erres). Rial Academia de la Lengua Frailescana.
Para Mario Aguilar Penagos, mampo es un regionalismo del chiapaneca Mampo (F. genér. Homosexual). Hombre con marcada tendencia homosexual. Afeminado, Lengua a la chiapacorceña, Una forma de hablar y pensar en Chiapa de Corzo, Chiapas.
El poeta Roberto López Moreno dice que mampo tiene su origen en mam, etnia mayo de la región del Soconusco que cuando era convocado para pelear, se negaba.
El área históricamente ocupada por los hablantes de mam se localiza en la frontera de Chiapas con el departamento de San Marcos, Guatemala.
Mampito. Diminutivo de mampo. El diminutivo aquí, es una expresión de cariño o afecto, para reprobar o denostar se emplea el término “mampazo”. Al grupo de mampos cuyo número es indeterminado pero están reunidos en un solo sitio se le denomina la “mampada”. “Ai estaba la mampada en la esquina, carcajeándose”.
Sobre la importancia de los mampos o mampitos en Chiapas hay abundante literatura, aquí se consignan sólo dos referencias:
Una buena cantina tuxtleca debe tener un su mampito que guise o al menos que sirva los platillos; y si es juche o juchi (de Juchitán, Oaxaca), el éxito del local está garantizado: tienen buena sazón si guisan y si meserean echan desmadre y aguantan cualquier broma; son de naturaleza arrecha.
El 18 de diciembre de 2019 murió uno de estos personajes legendarios: la Coqui o la Colocha o Jorge Hernández Jiménez. Lo caracterizaban su abundante pelo ensortijado y su tupé ochentero.
Atendía en la cantina denominada Las Laminitas. El lugar se llenaba y a veces ella no se daba abasto atendiendo a tanto cliente. Cuando le pedían botanas y le quedaba lejos la cocina, entre la platicadera que tenía la hombrada, desde la mesa del comensal, la Coqui, tronaba las palmas de sus manos para llamar la atención de las cocineras, y ya que la miraban se tocaba la mandíbula para pedir una orden de carraca, lengua, ubre, costilla, según el antojo del comensal.
Los pasillos de la cantina eran su pasarela, los bolos sus admiradores.