Sociedad

Todos somos adictos


Lectura 4 - 7 minutos
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En una reunión presencial con duración de dos horas hay ocho personas, dos mujeres y dos hombres adultos, una de la tercera edad y tres jóvenes. Uno de ellos sube al estrado para compartir con los demás sus experiencias como bebedor de alcohol, consumo de drogas, y de paso cuenta parte de su acontecer diario. La catarsis dura 20 minutos. Es una sesión de alcohólicos anónimos y en ellas todos los asistentes son iguales.

            Mientras el compañero habla, los demás deben poner atención; lo que dice tiene una doble función, por un lado, quien verbaliza su problemática, de alguna manera se purga y se limpia. A los receptores les sirve escucharlo porque así aprenden de otras experiencias. La junta dura 120 minutos, no más de lo que podría durar una comida entre amigos, con todo y sobremesa. Sin embargo, es un tiempo bastante reducido si pensamos que el único requisito es escuchar para conocer y aprender los intrincados procesos que vive una persona que sufre esta enfermedad. La meta común es alcanzar una recuperación de su alcoholismo, y ésta consiste no solo en dejar de beber, sino en lograr también cambiar comportamientos, juicios y actitudes.

            A lo largo de ese tiempo miro a los asistentes; sin duda la ansiedad es el pan de cada día de todos, y se manifiesta de muchas maneras: algunos salen dos o tres veces a fumar, otros no dejan de mover las piernas, unos más tienen su mente en otro lado, y no falta el que osa charlar con el compañero de junto, pero, lamentablemente, casi todos tienen un hábito que pareciera ser aún más adictivo que el propio alcohol: el uso del celular.

            Sirva este ejemplo para hacer hincapié en cómo nuestro acontecer diario está marcado por el uso y dependencia al celular. Recordemos que esta tecnología surgió como una alternativa personalizada de comunicación hace apenas 15 años, con la aparición de los primeros teléfonos inteligentes. Se le llamó telefonía móvil, y tenía como premisa usarlo para hablar. Hoy día ese quizá sea el fin menos socorrido, pues los celulares han sustituido una amplia gama de servicios y entretenimientos, entre los que destacan las aplicaciones para envío de mensajes, la consulta e interacción en Facebook u otras redes sociales; o bien para escuchar música y entretenerse con juegos que atrapan o absorben la atención de quienes hacen uso de ellos.

            El celular se ha convertido ya en una extensión de nuestra mano; perderlo o que se quede sin batería puede llegar a ocasionar en algunos usuarios nomofobia, que no es otra cosa que el miedo a estar sin el aparato o desconectado. Y lo decimos fácil, o ya lo abordamos como algo normalizado, y quizá su uso sí lo sea, pues no tengo duda de la enorme utilidad que ofrece un celular para un sinfín de actividades. Sin embargo, las repercusiones que su uso ha generado son alarmantes: hemos perdido la capacidad de concentración y, por ende, de reflexión y uso de nuestra capacidad cognitiva; sufrimos falta de atención y ansiedad, y se ha abandonado la lectura de libros y revistas físicas, entre otros males, por no mencionar los daños en la salud, que ya están comprobados, como el dolor y la rigidez en manos y dedos; el dolor de cuello y cabeza; el aumento del estrés o el insomnio, así como la disminución auditiva o incluso la ocurrencia de graves accidentes porque su uso limita nuestra atención al entorno.

            Sin lugar a dudas el problema de salud pública que generó la pandemia trajo de refilón un mayor uso de las tecnologías de información y comunicación (TICs), y la venta de equipos electrónicos da buena cuenta de ello. Sin embargo, esto no justifica la brutal adicción que actualmente todos tenemos de los celulares, sobre todo los adolescentes, aunque hay miles de adultos que también tienen este hábito sumamente arraigado.

            Si pensamos un poco en este fenómeno y en cómo invade nuestras actividades cotidianas, podemos darnos cuenta de la gravedad del asunto. Tan solo observemos cómo en las reuniones familiares este aparato ocupa más atención y tiempo que el que le dedicamos a nuestros seres queridos; en los transportes públicos podemos ver cómo son raras las personas que leen el periódico o que llevan un libro, lo común es que la inmensa mayoría estén metidos en sus celulares. También es demasiado frecuente ver a los conductores de automóviles usando sus celulares, y no digamos que lo hacen solo cuando están detenidos, sino también en plena movilidad, con los riesgos que eso implica. Deténgase lector de estas líneas y observe a los usuarios del metro o a los que están en las paradas de autobuses, todos o muchísimos traen el celular en la mano; pero quizá lo más grave es cómo hemos permitido que la comunicación virtual trastoque nuestras relaciones humanas presenciales. De hecho, existe gente que prefiere los diálogos vía watts que hablar por teléfono, y habrá quienes consideren que cuando menos ahora se lee y escribe más, pero nada es más falso que eso, porque el lenguaje que se usa en estos medios se asemeja más a códigos encriptados que a oraciones básicas bien escritas.

            Este fenómeno ¿es el desarrollo de la tecnología una trampa?, ¿el uso de las TICs nos permite acrecentar nuestro bagaje intelectual, o en realidad estamos involucionando? Cada época ha tenido sus propias fobias y rechazos a los descubrimientos. En otros tiempos se habló de la “caja idiota” en alusión a la televisión, y hoy ya nadie se acuerda de eso, porque la TV está completamente integrada a nuestra cotidianidad.

  El tema da para más, pues se refiere a nuestras debilidades y limitaciones, y aunque pudiera parecer que usar el celular y sus cientos de aplicaciones es vivir con intensidad el tiempo presente, no reparamos en que su uso está generando una pérdida gradual de nuestra capacidad de asombro, de naturalidad y de estar atentos en el aquí y el ahora.

En la antigua Roma los soldados que habían obtenido logros relevantes eran premiados con regalos poco comunes, como la adjudicación de esclavos, a quienes se les llamaba “addictus”. Recordemos que un esclavo es quien somete su voluntad a algo ajeno, y que ese algo puede asumir matices diversos. Las adicciones son una cruenta batalla interna entre los deseos, los impulsos y las convicciones. Si miramos con detenimiento, la realidad es aquella que nosotros construimos, y no siempre es la del otro; cada uno la vive de manera diferente.

            Quizá debemos hacer un alto para pensar por un momento qué tan adictos somos a las cosas, como podría ser el celular. Y si una adicción es una esclavitud, entonces conviene que nos sinceremos y reconozcamos ante qué o quién somos esclavos. Recordemos que el punto medio en esta brecha es la obtención de equilibrio, ese estado que entre los alcohólicos lo define la palabra “sobriedad”.

            La libertad es un terreno movedizo, a veces inverosímil, relativo, incierto o inexistente. Un adicto es un esclavo, y estoy seguro que de una forma u otra todos lo somos.

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Francisco Moreno

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Ant. Dejó el taxi para ser checador y le encanta
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