Yace su cuerpo sobre una cama amplia, extensa como los años que guarda su memoria. Hombre de mirada longeva y barba agreste, observador nato, testigo de la tierra y amante de la belleza, del hombre; él posee un temperamento necio, anarquista por auténtico, Gerardo Murillo sabe que el cerco de la muerte acorrala su ímpetu, su fuerza merma, su ánimo no, debe soltar las ataduras para que su espíritu ande el camino de vuelta, ama tanto su ser que guarda reservas, sólo sus amigos más cercanos reconocen esa bocanada de vida, la pasión de vivir.
Este hombre que quiere llegar a las nueve décadas habita la Ciudad de México, son los años 60 y la modernidad ya tiene pasaporte de identidad. La ciudad tiene sus rincones que, cual castillo medieval, conserva corredizos y laberintos, balcones, sótanos y áticos, habitaciones invisibles que fulguran cuando quien las habita brilla. Esta ciudad conserva una añeja cartografía que logran descifrar exploradores y viajeros, magos y hechiceros, personajes que escriben hazañas y se fusionan con la locura de las mujeres, metrópoli joven, antigua cultura que huele a sabiduría. De estos territorios, algunos con mayoría de edad, otros jóvenes, hay una zona que nació a partir de la Reforma, terrenos circundantes al nudo concéntrico de la ciudad que despertó del letargo decimonónico para construir un futuro planificado en el siglo XX.
Santa María la Ribera fue testigo de la creciente urbanización, en ella nacieron edificaciones clásicas, herencia europea con resabios locales, el sincretismo de una ciudad que daba bocanadas de vitalidad. Es ahí donde un hombre renacentista en su haber, moderno en su actuar y arriesgado cual alpinista encuentra la serena paz de la muerte. El Dr. Atl está enfermo, sus múltiples andanzas y experiencias le ayudan a entender que a pesar del aliento y el pensar claro, la guadaña se yergue sobre su luz, su mirada.
En una casona ubicada sobre la calle de Pino vive Murillo, sin saber que será el último aposento que habitará, él, hombre adelantado a su tiempo, guarda valiosos testimonios, íntimos legados que el amor y la pasión le cedió. La musa con quien Murillo detuviera su alocada vida para llenar el vacío existencial en sendas epístolas, letras en cartas que dijo haber encontrado en un cementerio un siglo antes eran reales, pero otras. La ficción de “Gentes profanas en el convento” le obliga a decir que la realidad es un acertijo, la historia son mentiras, sólo existe aquello que uno cree, la verdad es un instante, retazo de querellas consigo mismo.
Fue quizá la andanada de aromas y avatares en su vida que sus pulmones se agotaron, se vislumbra una sombra sobre él y en el estertor de su último aliento quiere decir algo. A su lado lo mira su amigo José María, el profesor Víctor Reyes y su ayudante, Celia Luna. Nadie logra descifrar sus gestos. Él los mira, no se puede mover.
Él sabía que las cartas que mandó a Nahui Olin estaban perdidas, las que de ella recibió se vertieron en un libro, pero conocer la pasión dibujada en letras de Murillo serían el cierre de un círculo febril que llegó a arrebatos y sinrazones, conocer la bitácora de esta pareja haría de cualquier amorío escondido un torrente sin fin, una narración cargada de frases escatológicas, la femme fatale era una niña a lado de Nahui; esta pareja preñó su deseo de hechos y letras, de momentos y pasión a escondidas.
Murillo yace en su cama y su respiración se acorta, algo quiere decir y no puede, en su habitación hay una cama de latón, dos sillas Malinche, un buró de cedro americano y una pipa, la atención de quienes le acompañan se centra en que sobreviva, él no, Murillo tiene un secreto y no sabe cómo decirlo, levanta la mano y se la toma Cecilia, ella lo mira y no entiende, los médicos toman la decisión y es trasladado a un hospital. La habitación tiene además un pequeño clóset donde se esconde un maletín de cuero, nadie lo sabe y todos salen para acompañar a Murillo. Él suelta una lágrima y la casa se queda a solas. El maletín queda olvidado, en él están más de 600 cartas que le mandó a Nahui y que ella le devolvió la última vez que lo vio, fue una noche de gritos y besos, de abrazos y entrega, la despedida.
El Dr. Atl llega al hospital a medio día de un sábado 15 de agosto, en menos de dos horas expira su último aliento, nada por hacer, todo sucede muy rápido y la tristeza empapa los rostros. Murillo se lleva el secreto de que en una vieja casona de la colonia Santa María la Ribera, en un maletín de cuero, está la clave del círculo que crearon Nahui Olin y el Dr. Atl.