Sociedad

A pie, por la Jojutla no mítica


Lectura 4 - 8 minutos
A pie, por la Jojutla no mítica
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A pie, por la Jojutla no mítica

A pie, por la Jojutla no mítica
Fotógraf@/ MÁXIMO CERDIO
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Ningún perro callejero con la cola interrogando al vacío; están dentro de los negocios, en los pasillos de los mercados pecho a tierra, enfriándose o untados en los ángulos de algunos negocios, huyendo de los 37 grados Celsius.

Bajo el mazazo de calor de las tres de la tarde en la nuca, uno pensaría que en Jojutla todo mundo sabe lo que significa “caliente”.

-Por favor, dame un caldo de pollo, el arroz viértelo dentro del caldo; la pieza que sea una pierna  –el mesero anota: caldo de pollo, arroz, pierna.

-Me lo da caliente. Mejor no, me lo da ¡muy caliente! –El mesero anota “Bien caliente”.

Poco antes de la media hora llega el mesero con el caldo frío.

-Por favor, ¿me puedes calentar más el caldo de pollo?

El mesero se lleva el caldo y regresa a los 10 minutos con el caldo tibio. Se retira a atender a unas personas de la tercera edad que lo llaman de manera insistente.

Cuando se desocupa, le pido atención de nuevo y viene hacia mí.

-Amigo, por favor, llévate esto y anota que quiero el caldo muy, pero muy caliente. No me lo puedo comer así.

Algo molesto, el mesero se lleva el caldo y, después de atender algunas mesas (no hay más mesero que él), regresa mi caldo y me lo pone enfrente.

Yo veo el guisado y sé que no está como lo pedí, está caliente, pero no está muy caliente. Veo al mesero, él espera que le regrese el plato con la comida y que le diga que se lo lleve o que me levante y me retiré de la fonda, sin pagar desde luego. Tengo la intención de hacerlo, pero supongo que lo van a regañar porque no me está dando un buen servicio. Le digo Ok, y le doy las gracias. El mesero se retira.

Cojo la cuchara y la meto en el caldo, sé que está tibio, no suelta humo. Pruebo la comida y está menos que tibio, el horno de microondas apendejó a las moléculas, que se enfriaron muy rápido.

Vuelvo a pensar en los perros que buscan cualquier pedazo de sombra abandonada para resguardarse del calor; en la mollera blanda de los policías viales; en los anuncios del sur rasgados por las espadas del sol; pienso en los 232.8 grados Celsius a los que equivale el nombre de una de las novelas más importantes del norteamericano Ray Bradbury: “La temperatura a la que el papel de los libros se inflama y arde”.

Cuando salgo con mi mujer, todo es más sencillo:

-Tráele el caldo muy caliente, casi hirviendo, porque si no, no se lo va a comer. Ni te va a pagar –advierte al mesero.

 

Gil

Gil ha sido la única persona que come las cosas muy calientes, como yo. Lo conocí una vez que fue a hacer una instalación eléctrica en la casa; de ahí nos hicimos muy amigos y una vez me contó su historia.

“Cuando llevaba uno o dos meses sin beber una gota de alcohol, me compraba ropa nueva y mi perfume de marca favorito. Frente al espejo, me quedaba viendo mi propia imagen y me decía:

–¡Ay, wey! No mames; por eso te traes a tantas mujeres arrastrando la cobija…”

“Algunas veces llegaba a comer a mi casa, mi mujer me servía los caldos hirviendo, como sabe que a mí me gustan. La veía desarreglada, con un mandil desgastado y pantuflas viejas, pelo canoso; ella me sonreía, con amor, pero sin los dos dientes delanteros; me sonría porque me amaba y le gustaba que yo comiera con ella y mis cuatro niños, como una verdadera familia.

“Mientras tomaba la sopa humeante o partía la carne, en silencio, la quedaba viendo y pensaba que ya estaba muy vieja y barrigona. No se arreglaba, no hacía nada por verse mejor. También observaba a mis hijos y en varias ocasiones llegué a pensar que no eran míos: se parecían su mamá, pelo negro, tez morena, ojos redondos. ¿En qué momento me casé con ella, cómo fue posible que yo, habiendo tenido tantas novias guapas y de lana me hubiera quedado con aquella mujer tan fea que me miraba con ojos de animal domesticado?

“Yo ya me conocía, hermano. No era yo el que veía todas esas cosas, no era yo el que pensaba todas esas pendejadas, era el alcohol que, poco a poco, me iba jalando, hasta que me atrapaba por meses, y de ahí no me dejaba sino hasta que mi mujer y mis hijos me iban a recoger inconsciente, en alguno de los lotes baldíos que los teporochos del barrio ocupábamos para aislarnos”.

 

Una tortita de papa y un huevo cocido

La tercera vez me apersoné con la idea de vencer esta maldición. Observé a la mujer que me había despachado y le hablé hasta que me miró a los ojos fijamente, mientras le decía:

-Por favor. Me da solamente un taco con una tortilla con arroz y un huevo duro partido por la mitad –mientras ordenaba le hacía señas con las manos- después me da otro taco. Éste que vaya en el mismo plato, con una tortilla, arroz y una tortita de papa. Por favor (no terminaba la frase con coma, sino con punto y seguido).

Los demás clientes, que esperaban su turno, se me quedaron viendo raro, pero ellos no sabían ni tenían por qué enterarse que esa mujer entregaba los pedidos no como unos los solicitaba, sino como ella pensaba que se los habían pedido.

Seguí con mi mirada de águila a la mujer mientras me servía, estaba dispuesto a decirle que no quería dos tacos de huevo y dos de torta sino uno de cada uno. Todo iba bien, pero sonó mi celular y tuve que contestar la llamada. No tardé ni 20 segundos. Colgué. La mujer ya me tenía el plato envuelto en una bolsa de plástico. Los clientes esperaban su turno, pidiéndome con los ojos que pagara y me largara de allí.

Yo quise abrir la bolsa donde estaba mi comida para cerciorarme del contenido, pero el nudo de la bolsa estaba muy apretado y la presión visual era mucha, así que pagué y me retiré.

Llegando a la casa abrí mi desayuno: la mujer me había puesto cuatro tacos con doble tortilla y arroz; dos con dos huevos cocidos partidos por la mitad y dos con dos tortitas de arroz.

-Si yo hubiera con mi pistola en la cintura, y cuando le estaba pendiendo a la mujer mi orden de dos tacos, de manera discreta le hubiera enseñado la cacha de mi escuadra, te apuesto a que no me da cuatro tacos –dije a mi mujer.

-No te metas en problema. Ya no le compres -contestó ella, mientras sacaba los alimentos para ponerlos en un plato de cerámica.

 

Acetaminofenolero

Hace algunas semanas descubrí una nueva habilidad en mí: soy muy bueno para recetar paracetamol.

Viajábamos en un autobús rentado. Más de sesenta personas salimos de Panchimalco rumbo a la Ciudad de México, íbamos a trabajar y algunos a participar en el Desfile y Concurso de Alebrijes Monumentales del Museo de Arte Popular, que iniciaría en el zócalo y llegaría a Paseo de la Reforma, detrás de la columna al Ángel de la Independencia en donde quedaría los alebrijes durante algunos días para disfrute de los paseantes.

Cerca de nuestros asientos una mujer de la tercera edad le sobaba la cabeza a un chico como de 10 u 11 años; era su nieto, se sentía con el cuerpo cortado y, al parecer, tenía calentura.

Yo llevaba una especie de botiquín de viaje. Tomé una pastilla gorda de acetaminofeno, lo partí por la mitad y la entregué al chico, que se la pasó con un trago de agua. Como a los 20 minutos el chamaco andaba echando desmadre en el camión. La abuela me agradeció.

Después de esto he recetado paracetamol al menos a cuatro o cinco personas, adolescentes y adultos, a éstos prescribo una pastilla entera.

Todos mis "pacientes" han presentado mejoría después de que les doy el medicamento.

Yo mismo me he recetado y he comprobado que tengo un talento para eso.

(Como una habilidad accesoria, pero no menos importante, inyecto gatos y perros y puedo darles medicina que prescribe el veterinario.)

El otro día pasé por la zona de fondas del mercado municipal Benito Juárez, vi unas batas blancas usadas, como las de los médicos; algunas tenían el logotipo verde del IMSS.

Voy a comprar una y cuando recete me la pondré, supongo que me voy a sentir como un neurólogo después de un diagnóstico certero.

 

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Máximo Cerdio

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