Carla toma la mano de su hermana, y ésta la de su madre; las tres sudan miedo pero su lazo las sostiene con firmeza. En un largo atardecer caminan sin parar entre una plantación de arroz rodeado de bambús. Sus pies están húmedos y las tres empapadas de angustia; su madre cuida en su regazo la foto de su esposo desaparecido. Las tres mujeres recorren el campo de Bandung entre estruendos y explosiones, luces resplandecientes y fugaces, sonidos aterradores de una guerra que a pesar de haber llegado a su fin, en estas tierras se convierte en guerrilla y rebeldía. Su meta es Singapur pero la distancia es larga. Reposan en campamentos de lugareños y la noche se cierne sobre su horizonte. No hay quietud después de la guerra; las Indias Orientales neerlandesas decretan su independencia apenas concluida la guerra, y en el archipiélago se avecinan nuevas revueltas, la devastación fractura las expectativas y las casas, sólo la idea de guarecerse y hallar al padre las motiva a seguir.
Carla tiene tres años cuando Hirohito firma la rendición de Japón, ella no sabe lo que pasa y tampoco conoce a su padre; la poderosa presencia de Toos, su madre, se convierte en el pilar que le hereda fuerza de voluntad y anhelos; su familia sufre el éxodo y el desarraigo que serán una impronta en su vida; transitar la tierra sin perder la brújula entre el Mar de Java y el Golfo de Tailandia, el aliento de descubrir el mundo mueve sus pies, su pasión por mirarlo todo.
Sin ilusiones de encontrar a su esposo, Toos decide subirse con las niñas a un barco que las llevará a Ámsterdam, pero justo antes de zarpar él las encuentra. De barba larga y taparrabos, Carl August Stellweg entra al camarote para indicarles que deben bajar pues en aquella ciudad la devastación y el invierno no auguran seguridad; los cuatro huyen de la embarcación por unas escaleras frágiles e improvisadas. La pequeña Carla se asusta pues no conoce a este hombre; su madre le dice que es su padre, y así, por primera vez, y como hacen otras niñas de su edad con los suyos, ella comienza a llamarle daddy. La decisión los mantuvo en Singapur algún tiempo, luego parten a Malasia. El destino fue amable, pues Toos conoce bien estas tierras y sus diversas lenguas; ella pertenece a viejas generaciones de terratenientes holandeses que se apoderaron de estas antiguas tierras orientales.
Las malas condiciones de la región y los conflictos permanentes los orillan a viajar finalmente a Ámsterdam, luego a La Haya; es una época de tránsito irregular entre Malasia, Sumatra e Indonesia. La infancia de Carla se nutre de destierros y de una memoria ficticia, incierta. Su formación se acrecienta con lecturas, clases de latín, griego, humanidades, algebra, matemáticas, es una enseñanza helénica. Hay en ella una propensión natural por indagar, por conocer y saber; su coeficiente le permite adelantar niveles, cursa dos años en uno; estudia ávidamente y su padre reconoce en ella su potencial.
A pesar de que él consiguió cierta estabilidad laboral en los Países Bajos, Toos no logra digerir el temperamento y hábitos de los holandeses, y exige con ahínco asentarse en otro lugar. Esa inquietud lleva a Carl Augusto a buscar nuevos horizontes, y en una expectativa por trabajar en un país tropical recibe una oferta para ir a México. La idea adquiere forma y Toos y Carla indagan sobre este nuevo país. En sus pesquisas descubren que hay un evento internacional en Bélgica y las dos lo visitan. La Exposición Internacional de Bruselas de 1958 se convierte en el primer escaparate en el que Carla descubre México, o más bien la imagen que nuestro país ofreció a Europa en una época de bonanza.
Carla y Toos recorren el Pabellón de México, un hallazgo que las asombra y sobrecoge. Ven vestigios de las culturas prehispánicas, los sacrificios y las figuras de barro, la época colonial, el arte popular, el muralismo, una pléyade de obras e imágenes que las atrae y sorprende. Toos, convencida de que ese país será su próxima residencia, decide visitar otros pabellones, pero Carla quiere saber más. Se queda y entra al auditorio, mira películas mexicanas donde hombres a caballo se roban a las mujeres, y no logra encontrar algo que le permita identificarse; ella quiere saber qué hace una niña de su edad en ese país, dónde estudian, cómo viven. Su actitud de indagar para satisfacer sus inquietudes la orilla a preguntar. Preguntar es su herramienta de búsqueda y curiosidad. Ante su insistencia alguien le comenta que el comisario encargado del Pabellón acaba de llegar, y que es a él a quien debe acudir para aclarar sus dudas.
Frente a ella aparece un hombre de cincuenta años, a quien aborda con preguntas: “señor, ¿qué hace una niña de mi edad en México?, ¿dónde estudian?, ¿por qué todo me parece antiguo en este lugar?, porque quiero que sepa que yo soy moderna, soy europea”. Seguramente el aplomo y seguridad de la jovencita sorprenden a Fernando, más aún porque él mismo posee un legado patriarcal que lo hace creer que las mujeres no preguntan. Es el primer encuentro entre Carla Stellweg y Fernando Gamboa, y él le ofrece una visita guiada. Sin saberlo, ambos crean el preámbulo de una relación que dará importantes frutos a ella, a él y a México. Al despedirse Fernando le pide que lo busque cuando llegue a México. La personalidad de Carla lo atrapa, le sedujo esa inquieta personalidad.
Llegar a México en los años cincuenta fue un acontecimiento favorable para Carla; es un momento de auge económico, industrial, de bullicio social, innovación educativa y efervescencia cultural. Hace muy poco se habían fundado instituciones como el Palacio de Bellas Arte y el Museo de Antropología e Historia, o la Universidad Nacional. El Palacio de Bellas Artes era el recinto central del acontecer artístico, y había zonas emblemáticas en la ciudad, desde el zócalo hasta la Zona Rosa. Carla sabía que debía aprender español e ingresa a la Escuela de Verano que dirige Rosario Castellanos. Aprende rápidamente y a pesar de que sus planes iniciales estaban encaminados hacia la antropología social ingresa a Historia del Arte en la Facultad de Filosofía y Letras en la UNAM. La familia vive por Virreyes y ella camina a la Zona Rosa un día sí y otro también; conoce gente y hace amigos, visita galerías, viaja a Nueva York para trabajar en la ONU, y regresa una y otra vez a la Ciudad de México. Un día acuerda con Enrique Beraha, de la Galería Misrachi, llevar a Nueva York obra de algunos artistas, pero no vende nada y regresa. En su andar por las calles descubre una pequeña galería nueva con obras que le cautivan, son piezas de Belkin, Icaza y otras del grupo “Nueva Presencia”. Habla con la propietaria y hace negocios, y entre comentarios y preguntas aparecen Arnold y Francisco. La comitiva improvisada los alegra y Belkin la invita a una fiesta; ella anticipa que irá con su novio inglés, pero ya en la bohemia que los pintores habían generado Arnold Belkin la seduce con poesía e imaginación. La ficción y la palabra se filtran y el inglés, asustado, corre del lugar. Ella crece con este ambiente, y la relación con Belkin termina en matrimonio.
Una noche ambos van a una fiesta en Coyoacán a la casa de Luis Cardoza y Aragón; el bullicio artístico ya es parte de la vida de Carla. Las discusiones entre los figurativos y los abstractos es comidilla de todos, así como la Escuela Mexicana de Pintura y las nuevas vanguardias, las nuevas propuestas plásticas y el abandono del muralismo. Carla, en su persistente búsqueda y viajes, acentúa el acontecer internacional, y en este fandango de pintores y artistas un hombre la aborda y le pregunta ¿usted y yo nos conocemos, verdad? Es Fernando Gamboa, quien recibe de Carla una opinión sobre su trabajo que lo inquieta, o tal vez molesta. La provocación lo impulsa a decirle que le presente una mejor propuesta que la que él tiene para una futura exposición en Montreal; Carla accede y al final de la fiesta se siente más bella que una flor de alcachofa.
Es el año 66 del siglo pasado, Carla y Fernando reúnen la experiencia y la innovación, la sabiduría y el empeño; esta mancuerna sostiene importantes propuestas plásticas de México en otros países, la Expo ’67 en Montreal, la Bienal de Venecia y Hemisfair en San Antonio en el 68, la Expo ’70 en Osaka, entre otras, y en este avasallador empeño creativo fundan la revista Artes Visuales (1973-1981), publicación bilingüe especializada en arte contemporáneo a la que se suman las plumas y colaboraciones de Octavio Paz, Salvador Elizondo, Juan Acha, Marta Traba, Adriana Malvido, Jorge Alberto Manrique, Teresa del Conde, Emilio García Riera, Adolfo Patiño, Lelia Driben, Vicente Rojo, José de la Colina, Juan García Ponce, Nicolás Amoroso, Marina Abramovic, Ida Rodríguez Prampolini, y la de ella misma con sus agudas reflexiones y comentarios, así como los de otros tantos que a lo largo de veintinueve números en ocho años lograron un posicionamiento que abrió la discusión y reflexión en torno al arte alternativo y las vanguardias. Carla Stellweg apunta que de hecho la revista se realizó con base en preguntas. Esa constante actitud que lo cuestiona todo para conocer e indagar será la punta de lanza de su quehacer creativo y profesional.
Carla camina con solidez y seguridad; el mundo de las artes visuales, la acción curatorial, la crítica, las letras y el acontecer de la década de los años setentas fueron tierra fértil para sus iniciativas. Trabaja en diversos foros y escenarios, como el Museo Carrillo Gil y el de Arte Moderno; organiza el Primer Seminario Feminista para discutir las estrategias y expresiones artísticas de las mujeres en 1975; es co-curadora de la exposición retrospectiva “Rufino Tamayo: mito y magia” que se presentó en el Museo Guggenheim en Nueva York en el 78.
Después de veinte años de haber pisado nuestras tierras, Carla Stellweg es nombrada subdirectora del recién inaugurado Museo Rufino Tamayo. Al cabo de dos años decide mudarse a Nueva York, y ahí empieza otra importante etapa de su trayectoria.
Breviario biográfico en el marco de la exposición “Cultivar. Homenaje a Carla Stellweg”, que abre sus puertas este sábado 27 de mayo en el Museo Rufino Tamayo de la Ciudad de México.