Sociedad
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Mis libros infantiles


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A mamá y papá

Fueron pocos, pero los hubo. La selección resultó arbitraria, señalada por adultos, pero fue lo mejor que pudieron hacer. Quizás te identifiques conmigo, porque apenas hace dos décadas los libros para niños eran escasos y elitistas. No eran asequibles, ni cercanos. Se trataba de productos exclusivos para ciertas clases sociales o culturales. Tampoco había la promoción de la lectura que hemos logrado.

Como a los nueve años llegó a mis manos Los tres mosqueteros, de Dumas, comprado en una tienda de discos. Se me complicó leerlo, era un español de España, que para mi corta edad comprendía poco. No sé dónde quedó el libro, pero sí la frustración que me causó: en mi memoria por décadas.

Mis verdaderos libros infantiles fueron enciclopedias compradas en pagos. A mis padres les dio la manía de adquirirlas, quizás pensando en libros de consulta para la escuela. Tuvimos unas siete, que descansaban inmarcesibles en un espantoso librero de triplay forrado de formica, en una habitación que llamábamos estudio, pero que, además de dichos tomos, no tenía otra función que acumular triques.

Mis manitas de niño tímido e ignorante abrían aquellos librotes, de forros coloridos y letras en dorado, para descubrir largas columnas de texto, que no me atraían en absoluto. Cosa contraria eran las ilustraciones, pies de foto, notas al pie y apostillas, que completaban el diseño de las planas y que yo devoraba sin pausa.

Ahí entraba mi acuciosa mirada tercermundista, para enterarme de lo que en el mundo exterior había, pero que desde mi colonia pobre y mi educación pública no alcanzaba a ver. Había secciones sobre polución, sobrepoblación, guerras y otros argumentos para la extinción humana, pero también encontré páginas sobre animales, tribus, automóviles, comida y ciencia.

Pasaba las rígidas páginas con interés, analizaba infografías, esquemas y cuadros comparativos como quien busca adivinar su destino. Me abstraía por horas aprendiendo sobre la gestación de aves migratorias, corrientes marinas, aviones supersónicos y otros datos interesantes, aunque poco prácticos entonces.

En la escuela no había bibliotecas ni libros, solo los de texto que cargábamos como jumentos cada día, como penitencia por querer salir del analfabetismo. En casa no fomentaron mucho la lectura, pero no la impidieron. Recuerdo con cariño cuando mi padre nos leía leyendas (una enciclopedia especial) sentado en el pasillo, para atender al público de los dos cuartos que habitábamos sus cuatro bendiciones. También a mi madre que, ante alguna de mis extrañas dudas, decía “No sé, pero búscalo en un libro” y señalaba al estudio.

Las enciclopedias me ayudaron a hacer tareas, en especial la de 12 tomos con vastas definiciones. Abría los libros buscando respuestas y después de contestar lo requerido me quedaba en su universo de tinta y papel cuanto tiempo me era posible.

Recuerdo la emoción de sentarme por ahí y robarle tiempo al día, mirando y leyendo, pasando de adelante hasta atrás y saltando de un libro a otro, solo por diversión, como el lector sibarita que ya se prefiguraba en el pequeño Daniel de short sucio y tenis rotos.

Era un viaje al mundo de las alegrías, donde podía recordar el conocimiento eterno del que nos habla Sócrates, educar mi gusto, reforzar mis aprendizajes y, por su puesto, acrecentar mi necedad natural por hacer lo que se me dé la gana en el momento que quiera.

Fue un gusto que no compartí con nadie (o no recuerdo). La lectura como un acto solitario, pero libertario, en aquella infancia oscura y triste que pasé la mayoría del tiempo. Era mi ser reclamando lo suyo, el artista interno buscando su oficio, el hombre pretendiendo un diálogo inteligente que lo reconciliara con el injusto mundo que le tocó vivir.

Recordé esto, porque hace unos días, a mi madre le devolvieron una de aquellas enciclopedias, que había prestado años atrás, justo en mi casa. Ella, contrariada, no supo qué hacer con 10 kg de celulosa forrados en keratol y decidió dejármelos, cometiendo con ello el delito flagrante del regalo furtivo. Gracias, madre, por seguir fomentando mi vicio. Perdóname, madre, por mi lectura loca.

Lee mi libro: El cuerpo del deseo, donde hablo de algunos de mis anhelos en la vida, sobre todo aquellos que imaginaba de jovencito. Búscalo en Amazon o mándame un correo y te lo mando dedicado: Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo.

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Daniel Zetina

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