En mi corta historia de vida he recibido muchas opiniones malsanas, la mayoría con la finalidad de denigrar, ofender, sobajar, dañar, herir, molestar, incomodar. Hablo de esto como catarsis, pero también para que nos sirva de espejo a ti y a mí.
Las primeras críticas recibidas provinieron de mi aspecto. Parecía haber tela de dónde cortar: yo era un niño bonito pero bastante enclenque, debido en parte a mis genes y a la desnutrición cortesía de mi madre. Ser flaco en el país con más obesidad del mundo parecía ser un insulto al exceso de calorías que me rodeaba.
Desde siempre fui criticado por huesudo, flaquito, tanto en mi familia, en especial por tías que ya no son mis tías, como en la escuela, donde me preguntaban si no me daban de comer en mi casa (obviamente sí, pero no lo suficiente) y en la calle, donde algunos adultos bastante estultos opinaban de mi delgadez como si de un asunto personal se tratara.
En lo íntimo, sí me dolía estar desnutrido, tener manchas en la cara y resequedad en la piel, pero, por otro lado, ser delgado me permitía ser ágil para muchas circunstancias: podía con facilidad subir y bajar obstáculos, participar en cualquier deporte, ser cargado sin producirle hernias a nadie y en general andar ligero y fuerte.
Solía compararme con los rollizos y ninguna envidia me corroía por sus carnes fofas y sus sudores inexplicables. Claro que había personas más estables en su composición orgánica, pero tampoco anhelaba su figura, porque no había sido entrenado para desear algo que no podía tener.
Criticar el cuerpo de una persona de frente es una falta de respeto, sin importar las circunstancias. No me refiero a no pensar o a no tener una opinión, sino a decirla. Bien tengas una opinión acerca del cuerpo o el aspecto de una persona al lado de ti, cállate, nadie necesita de tus falsas palabras ni de tu juicio moral barato.
Otras críticas a mí tenían que ver con mi forma de vestir. Lo admito, nunca fui bueno para combinar prendas y colores, pero eso quién le importa. Yo no ando por ahí como juez de la moda, acaso solo abro la boca cuando una persona está bien vestida. Con los años encontré estrategias a mi falta de gusto, por ejemplo, como vestir solo con ropas negras, como ahora. No me gustan las críticas banales e intento no ofrecérselas a nadie.
Lo peor han sido las críticas triviales acerca de mi personalidad o mi carácter. Siempre ha habido alguien a mi alrededor a quien le choca la forma en que hago las cosas, cómo me muevo, mi manera de hablar o mis manías. Lo que sea. Es tan innecesario convivir con gente así…
Cierto que no soy una persona normal, tengo un estilo muy particular de hacer todo, que he cultivado y reafirmado con el tiempo, pero ¿eso qué? ¿Qué puede importarle a alguien mi forma de ser? A mí me encanta, claro. Todo fuera una crítica vacía, bueno, pero los criticones han afectado a veces mi vida laboral y algunas relaciones públicas con sus lenguas viperinas y venenosas. Qué gente tan fea.
Otra crítica que está de más —y con esta cierro— viene de los que opinan que mi oficio de escribir no está bien, que podría dedicarme a algo más productivo o socialmente comprensible. Ya sea que me consideran inteligente o lo contrario, esto siempre es un despropósito.
Me he fijado que solo opina mal de mí quien tiene una vida aburrida o llena de frustraciones. Suelen añadir con una insulsa seguridad que su vida es un verdadero modelo de profesionalismo y alegría, pero no se dan cuenta de que en realidad se están criticando a sí mismos.
La gente madura y feliz no abre la boca para criticar a lo loco. Cierto que hay críticas inteligentes, razonables y constructivas, pero por esas generalmente pago o por lo menos las pido por favor y las recibo con gusto.
Por último, una cosa es ejercer la crítica social inteligente e informada, en general, y otra ponerte a criticar la paja en el ojo ajeno, sin ver la viga en el propio. Más respeto, por favor.
#danielzetinaescritor #unescritorenproblemas #críticasabsurdas