Cuando llegamos al número 20 de la calle Revolución en la colonia Vicente Guerrero de Tlatenchi, Jojutla, Alfonso Morales y sus hijos Alfonso y Tania, repintaban en el patio de su casa a Mamá.
Entre líneas y curvas, los artesanos fueron contando la historia de esta escultura.
Mamá es la alebrija de dos metros con veinte centímetros que no pudo viajar el 13 de diciembre de 2014 al Distrito Federal, al Octavo Desfile Monumental de Alebrijes, representando a Morelos, porque la Secretaría de Cultura de la entidad no quiso patrocinar el traslado.
–Mamá se quedó esperando desde diciembre y se despintó un poco. Pero ahora la mejoramos: tiene orejas de pescado, cuernos y un par de alas de libélula, además, pintamos de otra manera algunas partes del cuerpo –explica el cartonero-.
La escultura monumental es muy distinta a otros alebrijes: su rostro no es agresivo y en el vientre tiene una bolsa como de canguro o tlacuache. Además, el vientre está decorado con flores y en general los alebrijes no deben ser pintados con elementos o figuras naturalistas, sino con líneas, círculos, óvalos, etcétera.
La razón de esta particularidad es que Mamá fue soñada por Zuah Lyali, una de las hijas del maestro Alfonso, cuando ella estaba embarazada.
Tres nietos del maestro Alfonso arrastran sus pies descalzos y se confunden con el color café de un suelo que en esta época no recibe ni una gota de agua. Morris es el más inquieto: ya grita, ya salta, corre tras un gallo casi rojo, lo atrapa de la cola y lo enfrenta con otro, ninguno tiene miedo a la pelea y saltan por el aire y tiran a matar, como si de veras tuvieran filos de plata en los espolones.
Los ladrantes –tres- noqueados por el calor, se levantan al escuchar el alboroto de los mortíferos contendientes y buscan algún agujero para seguir durmiendo.
Mientras, el maestro platica y su mano caminaba caminos de colores encendidos:
–Yo antes era alfarero pero descubrí la cartonería y me gustó mucho. Ahora somos cartoneros y esto nos ha dado más satisfacciones personales que dinero –explica-.
–La verdad no siempre nos ha ido tan mal como en esta administración. Hace un poco más de diez años, el señor Guillermo Herning, que tenía una tienda de artesanías en el Jardín Borda, venía directamente a comprarnos las piezas y se las llevaban y se vendían bien. Teníamos dinero para comprar material, al menos, y nos quedaba alguna ganancia. Guillermo nos hacía una fiesta anual y ahí lanzaban la convocatoria para el premio estatal de artesanos. Pero desde que murió él tuvimos que buscar otras opciones, por ejemplo, en el Distrito Federal, en el Museo de Arte Popular, en donde llevamos piezas y sí, se pueden vender algunas, pero aquí con el gobierno del estado no. Dejamos a consignación las piezas en el Museo Morelense de Arte Popular, nosotros las llevamos, y cuando se vende alguna pieza nos la pagan hasta seis meses después y tenemos que ir y estar dados de alta en Hacienda para que nos puedan pagar. Yo he tenido que vender libros y artesanías, dar talleres y dedicarme a otras cosas para poder subsistir con mi familia porque en épocas recientes no nos ha ido muy bien, sin embargo, amamos este oficio y estamos buscando oportunidades en otros estados y en México. También andamos trabajando duro y tratando de ahorrar para poder comprar una combi viejita y poder trasladar las piezas, chicas, medianas y monumentales, eso es lo que queremos hacer en el taller con mis hijos.
Con sus palabras, trazando una biografía de más de 15 años como cartonero, Alfonso Morales y sus hijos van acabando la obra de cartón, carrizo y base de metal.
La pieza, que en el mercado de artesanías podría conseguirse en 12 mil pesos, queda terminada a las 4 de la tarde, pero la camioneta del Ayuntamiento llega una hora y media después.
Alfonso y su familia levantan a la alebrija que pesa cerca de setenta kilos. Tiene dos metros y 20 centímetros de estatura y sus cuernos se atoran con las ramas de un árbol en la salida de la casa-taller de los cartoneros. Una vez que logran librar el obstáculo, y con la ayuda de dos jóvenes, la alebrija asciende a la batea. La acomodan de frente como los niños o los policías cuando dan sus rondines en las patrullas. Detrás de ella va Alfonso Morales.
La camioneta sale del callejón y se enfila rumbo a la carretera que conecta con Jojutla, ya sobre ésta, el vehículo toma velocidad.
Mamá pasó por las negras tierras y por algunos quedados cañaverales y cuando entró al centro de Jojutla fue la sensación. Automovilistas con sus familias en contrasentido se detenían para observar a la giganta de colores. En la calle las mujeres señalaban hacia Mamá y sus hijos quedaban con la boca abierta cuando observaban a esa enorme extrañeza sobre la camioneta. Y así, por calles enteras la monumental alebrija fue alegrando la mirada de quienes la observaban de paso hasta que llegó al ex convento de Santo Domingo de Guzmán, en Tlaquiltenango, en donde fue bajada por varios hombres robustos, seguida muy de cerca por uno de sus creadores.
Mamá entró por el lado derecho, acceso principal del templo. La acomodaron de manera provisional en la entrada. Dos minutos después ya había niños y parejas tomándose fotografías con ella. Alfonso Morales Vázquez miraba desde adentro estas muestras de cariño para su obra y sonrío con su sonrisa de alebrije