–Las marchas, joven, y los chamacos que ya están por salir, eso nos ha dado al traste. Nadie quiere subirse al taxi porque el centro es un desmadre, eso por un lado, y por el otro, pues como no hay chamba cerquita uno tiene que gastar gasolina y salir hacia otras colonias a ver qué agarra uno.
Esto es lo que platica este hombre bajito y delgado, de 58 años de edad, primaria inconclusa, mientras sube con su unidad vieja desde la Delegación Mariano Matamoros, en la colonia Lagunilla, rumbo al primer cuadro de la ciudad. La humedad de la vegetación amenazada es todavía exuberante y el azul cobalto del cielo arroba.
–Es la primera vez que no voy a juntar para las placas, yo espero que me la perdonen porque nunca he quedado mal, pero pa qué me angustio, dígame, si de todos modos no puedo hacer más. De las seis de la mañana a las seis de la tarde, todos los días, pa que salga, pero ahora ni eso. Yo no puedo trabajar más, me punzan los pies si trabajo después de esa hora, ya no es como antes, el cuerpo se cansa, se hace viejo y ya no quiere aunque uno quiera.
El chofer come en su casa, aunque durante mucho tiempo tuvo que almorzar afuera, por las prisas. Platica que ahí por Bomberos hay una señora que vende a 25 pesos el taco acorazado:
–Se chinga uno, dos. Son cincuenta pesos, luego una Cocacola, pues sesenta y tantos. Mejor compra uno carne y lo trae uno a la casa y con eso comemos mi mujer y yo, bueno, compramos verduras, tortilla, pero alcanza para dos días.
La subida es complicada por la cantidad de rutas que transitan por esa vía. Hay una fila de más de diez vehículos. Fastidiaría el trayecto de no ser por el gigantesco mural de casas de múltiples colores y estilo que se forma desde lo alto de la barranca hacia abajo, hasta la orilla del río que se va haciendo más pequeño mientras más se asciende. Un vocho viejo baja con un altavoz a todo volumen: “Mírenlos, viene las fotos, usted los conocía, son de esta colonia, eran sus vecinos, es un hombre y un chavo los que mataron a la mujer!”
–¿Oyó? Recuerdo que antes un muerto en la colonia era una novedá. Pasaban los días y la gente seguía hablando de eso. En una revista que se llamaba “Alarma” se decía algo así como “hiena del infierno” a alguien que había matado a otro hombre con un cuchillo, pero ahora, matan a una mujer embarazada y a una niña de cinco años, joven. ¡De cinco años! y la gente ya no se asusta. Al día siguiente otro muerto, y así.
Antes de entrar a las calles del primer cuadro el taxi dejó de avanzar. Había una cola enorme y era imposible pasar.
–Avenida Morelos. Dos cuadra para el centro. ¿Cuánto le dije? Bueno, treinta pesos el viaje, porque no lo puedo llevar hasta donde me dijo, no podemos pasar más adelante, no sé qué hay y aquí nos podemos hacer más viejos. El otro día estaba lleno de mototaxistas de Xoxocotla: ¡puta madre! si no son los maestros son los de Antorcha. Le dejo cinco pesos, dígale a los choferes de la ruta que le “echen humildá” con uno cincuenta, o pida usté, joven, en la parada, ai gente buena todavía que sabe que a veces no ajusta ni para el pasaje. Por favor, joven, no quiero quitarle su tiempo.
Gumersindo también platicó que vive con su esposa, renta una vivienda en una colonia que da a orilla de una barranca, sus hijos ya no están con él, se casaron y se fueron al “otro lado”:
A ellos no les tocó el sonido de las balaceras por la noche, las patrullas persiguiendo a los delincuentes, el helicóptero volando a muy baja altura. Se fueron con el recuerdo de aquella Cuernavaca llena de bugambilias y framboyanes en las calles alfombradas de color.