Jojutla. Ayer se llevó una ofrenda a “los aires” en la punta del cerro del Higuerón para pedir buenas lluvias y tener buenas cosechas. Esta tradición tiene más de 500 años y es un ritual que forma parte de la cosmogonía náhuatl.
En esta ceremonia, los responsables fueron Maritza Álvarez Martínez, del Círculo de Danza Azteca Xoxotzin e integrante del Primer Concejo de Cronistas Municipales de Jojutla y como apoyo Pablo Mendoza, jefe del Círculo de Danza, Estudio y Cosmovisión Tlahuica Yolmanalli y cronista de Jiutepec.
A las 7:38 de la mañana, al pie del cerro, se realizó una ceremonia en la que se pidió permiso a los guardianes del lugar para poder subir, se pronunció el motivo de la visita y se solicitó su anuencia y protección para evitar algún incidente.
Se prendió cohete, para distraer a los tlaloques y que no hicieran travesuras con los visitantes.
Por la noche había caído una tormenta y hubo una antología de rayos: desde los de tronido breve, hasta los altísimos y varios prolongados, como si el relámpago se hubiera acostado en toda su luz epiléptica.
Perros y gatos tuvieron que ser metidos a las casas.
El agua continuó por la mañana, por lo que amaneció fresco y hubo una brizna que acompañó por cerca de media hora a las 13 personas que subirían a dejar la ofrenda.
El ascenso por el cerro fue de aproximadamente siete kilómetros, más de dos horas y media de camino a pie, desde las faldas hasta la tercera joroba, que alcanza una altitud de mil 550 metros sobre el nivel del mar.
Una hora después del camino, los tlaloques se le subieron en el lomo a un visitante y le comenzaron a apretar el pescuezo. De inmediato, los danzantes detuvieron su trayecto y le hicieron una limpia a la víctima: pluma de ave, humo de cigarro y esencia de Siete Machos. El hombre quedó como nuevo y ascendió sin problema una hora y media más.
En la parte más alta del cerro del Higueron o Xoxotzin o Verdecito, el grupo descansó. Los danzantes y visitantes sacaron lo que llevaban como ofrenda y la prepararon.
También se pidió perdón a la Madre Tierra por la manera en que la han explotado: “las minera han hecho mucho daño, es como una madre que han obligado a parir muchas veces; la Madre Tierra está cansada, te pedimos perdón”, dijo la maestra Maritza.
Un ave negra y muy grande sobrevoló el lugar donde los danzantes realizaban el ritual y los caracoles sonaron.
Quemaron copal y explicaron a un grupito de cuatro visitantes en qué consistía la ceremonia, luego agradecieron a los cuatro puntos cardinales y el grupo de danzantes comenzó a descender peligrosamente como diez metros, apoyados en cuerdas, hacia una pequeña cueva en donde solo cabía una persona en línea.
Ahí había restos de ofrendas anteriores que, fueron limpiadas, y cruces, una de ellas decía “EL HUENCLE”.
Se formó una fila india y se fueron pasando los productos de la ofrenda a tres mujeres que la colocaron dentro de la oquedad.
Después de sahumar el espacio, se colocó una protección de hojas de plátano, se depositó una cruz adornada con flores y, por último, los alimentos: mole verde, tamales nejos (de nextli o ceniza), chocolate en agua, pan, fruta, semillas, cigarros o tabaco, aguardiente y flores. El grupo de Jiutepec llevó una ofrenda especial: un grupito de mazorcas de maíz pegados con copal, llamado Corazón de Chicomecóatl, Siete Serpientes o la Señora del Maíz.
Se colocaron otros obsequios que los visitantes había llevado, como un juguete y dulces para los tlaloques.
También sahumaron y después hubo cantos acompañados por un tambor y tres caracoles.
Una pareja de mariposas revoloteó en una rama, muy cerca de la cueva donde se depositó la ofrenda.
Se lanzaron cohetes y se pidió para que las lluvias sean buenas, que no lastimen o dañen a la milpa.
Como lo marca la tradición, el huentle -de huentli, ofrenda u obsequio- se subió al Xoxotzin, el tercer domingo de mayo y dentro de las actividades judeocristianas coincidió con las festividades a San Isidro Labrador.
Después el grupo descendió y algunos se dirigieron a la casa de la maestra Maritza, porque los había invitado a comer. Pasaban las tres de la tarde.
Los niños o duendes
Pablo Mendoza, integrante del grupo de Estudios Cosmovisión y Danza Tlalmanalli, explicó que los aires son los tlaloques o ayudantes de Tláloc, niños o duendes. Eran muchos, como las incontables gotas de agua, y se clasificaban en cuatro estereotipos: Yauhqueme, vestido de pericón, Opochtli, el zurdo, Tomiauhtecuhtli, el vestido o espigfas y Nappatecuhtli, cuatro veces señor.
A cada uno le corresponde una región, un rumbo y un tipo de maíz. Así, Yauhqueme viene de la parte roja, de la parte de Xihuatlanpan, del lugar de las mujeres, a él le corresponde el maíz amarillo.
Los tlaloques están en el aire, hacen llover. Tienen un jarrón, que rompen con un palo, al hacer esto ocurre el trueno, y al desparramarse el jarrón se precipita la lluvia. Ésta es una alegoría de la lluvia.
Los cuatro tlaloques que integran el Estado Mayor de Tlaloc forman el ciclo del agua, antes no se hablaba de las cuatro estaciones, sólo épocas de lluvia, Xopan hacia el verdor y Tonalco, hacia el calor.
Los tlaloques están en Xopan, cada uno tiene un ciclo de agua, incluso hay una ceremonia llamada de rompimiento de jarrón: se sube un jarrón y se deja caer o se le pega con un palo.
Dentro de Xopan hay cuatro subciclos, la primera entra con Yauhqueme, la segunda con Opochtli, etcétera; cada uno tiene una función, mantenimiento de las cosas verdes, la pudrición si no se cuidan, otra tiene el agua suficiente para que se dé el fruto y lo podamos colectar.
Las montañas son fuentes, lugares de poder, representan a la Madre Tierra, ella las elevó para su veneración. “Por eso subimos con la ofrenda, para estar más cerca del cielo, para observar el verde de la Madre Tierra. Los antiguos mexicanos creían que dentro de las montañas se formaban las nubes y de allí salían para seguir con las lluvias. Los tlaloques viven en el Tlalocan, que es una montaña, cada tlaloque representa cerro sagrado”.
Agur Arredondo Torres, investigador y cronista, explicó que en Tlaquiltenango hay un cerro llamado de Santa María, localizado al oriente de la cabecera municipal. Ahí hay una cueva chica, llamada Cueva de los Aires o de los tlaloques. Los evangelizadores, en la época de la conquista, para inhibir y asustar a los lugareños decían que ahí vivía el diablo.
“En 2003, rescatamos esa tradición. Llevamos el 3 de mayo el huentle a los tlaloques en la Cueva de los Aires. La ofrenda de petición de lluvia se puede hacer el 3 o el 15 de mayo, que es el comienzo del temporal o temporada de lluvias. Cuando retomamos esta tradición, llevó mucha gente”.
También hay otra ofrenda, de gratitud, para el fin de la temporada de lluvia, la que se lleva el 29 septiembre, día de San Miguel.
La ofrenda consiste en mole verde sin sal, con carne de polla, tamales nejos, cigarrillos y aguardiente, básicamente; en la actualidad se ha ampliado el menú, incluso mucha gente lleva una cruz católica, la cual se deposita en la ofrenda y mucho hacen rezos.
Después de la Revolución, de los años cuarenta a setenta, gente de la colonia Celerino Manzanares, que no era nativa de Tlaquiltenango, reavivó la tradición, pero después o no se continuó o se siguió haciendo de manera irregular o muy discreta.
El huentle también se hace en la Cueva Encantada de Chimalacatlán, donde se hallaron los huesos de un mamut; la ceremonia se realiza en secreto, tal vez por la noche, nadie sabe quién, pero la ofrenda aparece en la mañana.
De acuerdo con Agur Arredondo Torres, en Jojutla el huentle se sube al cerro del Higuerón. Gumaro Núñez Miranda o el Chivo de Panchimalco (RIP septiembre de 2021) llevaba la ofrenda. Aunque siete años antes de su muerte dejó de llevarla.
Él organizó muchas veces la travesía y explicaba que durante el año se llevaban dos ofrendas: una en mayo y la otra en noviembre, la primera para pedir buenas lluvias y la segunda para agradecer el buen temporal: se llevaba mole, tamales, agua, atole, calabaza… entre otros, todos alimentos que forman parte de la cosecha de este temporal; también se llevaban cigarrillos y un poco de mezcal, entre otras cosas.
En esta dinámica explicaba la toponimia de Morelos, los nombres de varias plantas que hay en el cerro y los nombres y atributos de algunos animales que vivían en El Higuerón. En una entrevista de marzo de 2016 explicaba:
“El escorpión, o ‘mostro de gila’, ese, es malísimo. Nosotros hemos andado por el cerro. Me acuerdo cuando mi padre desuncía los bueyes y los echaba en sabana. ¡Mira hijo cuando oigas un sonido de pollito, pio, pio, no pases por ahí! Dale vuelta, porque es el escorpión, ese si te ve resortea y si te pega o te mata o te deja como un tatuaje donde te pega. No hay remedio. Ahora, si te toca la sombra del animal, con eso te vuelve loco o te deja paralítico. Donde ese animal muere no pasa un chivo ni una vaca. También el camaleón. Te puede matar desde una hormiga hasta un elefante. A las muchachas le ponen un camaleón que es como un ‘tlanconete’ en las manos, para que puedan echar tortillas, pero cuidado, porque si lo haces enojar, se le para su coronita y te avienta líquido y te mueres, tampoco para eso hay cura. También la coralilla, hay que matarla con vara seca, porque si la matas con vara verde se te queda el veneno a ti y te mueres”.
Por su parte, Agur Arredondo Torres relató también que el profesor Miguel Salinas, en su libro Historias y paisajes morelenses, refiere que antiguamente los pueblos de Panchimalco, Tlatenchi, Jojutla y los alrededores iban a la punta del Xoxotzin a dejar la ofrenda. En ese libro consigna que, en tiempos pasados, había unos ídolos arriba, monumentos gigantes, ídolos, cabezas, cuerpos grandes; evidentemente los españoles los derribaron.
Y a su vez, el cura Agapito Mateo Minos, en su libro Apuntaciones históricas de Jojutla y Tlaquiltenango, también refiere esa tradición en el cerro de Xoxotzin.
Ambos usaron la misma fuente: los documentos o actas parroquiales, encontradas dentro de un muro de la iglesia de Tlaquiltenango.
En De reyes, sirenas y bandidos. Cosmovisión y religiosidad popular en la región morelense, (1862-1913), Armando Josué López Benítez consigna que el ritual del huentle (ofrenda), en la zona del valle de Cuernavaca-Jojutla, era una característica fundamental de los aspectos social y ritual, es decir, la vida comunitaria. Se realizaba con la intención de propiciar la lluvia o en agradecimiento a los “Dueños” o entidades anímicas desde la perspectiva de la tradición mesoamericana.
El ofrecimiento del huentle se convirtió en el elemento más importante de comunicación con lo sagrado a lo largo del siglo XIX, cuando estos rituales dejaron de ser perseguidos, como lo fueron en el periodo colonial y se tuvo cierta libertad para poder realizarlos abiertamente sin repercusiones. Ejemplo de lo mencionado, fue apreciado por Agapito Minos, quien reproduce un escrito que lleva por título “Tlatentzin (en la laderita) a fines del siglo XIX”, el cual está firmado por dos personas, Francisco G. Gómez y Rafael del Valle. Ellos explican las costumbres de los pobladores de Tlatenchi, pueblo sujeto y ubicado al sur de Jojutla: “Estos naturales conservaron disimuladamente el antiguo culto pagano a los ídolos de piedra, manufacturados por sus antecesores, muchos años después de la conquista. Aun se cree que la función del Huentli es una ceremonia idólatra, aunque sea hecha al pie de una cruz; y las figuras o ídolos sacados a fines de siglo pasado, XIX, de la cumbre del cerro Xoxotzi, donde está la cruz, justifican lo dicho”.
El huentle era un ritual que fortaleció la vida social de los pueblos de la región. Particularmente en Coatetelco no se podría comprender sin la presencia de los “Dueños” del lugar; la Tlanchana-Virgen de la Candelaria, San Juan y los pilachichincles o “aires” en Coatetelco, que refrendaron el pacto de reciprocidad con la comunidad, otorgando un nuevo vigor al ciclo ritual apegado al ciclo de la milpa. Las festividades y rituales, entonces, durante este periodo, se insertaron en el ciclo agrícola del maíz, por lo que su realización cumplía la función primordial de afianzar la relación ser humano-deidades. En el pensamiento mesoamericano se pueden clasificar en tres tipos de rituales que vale la pena recuperar; el primero, es propiciar o pedir lluvias; el segundo son los mantenimientos o control de los fenómenos atmosféricos para evitar que el producto de la siembra que aún no alcanzaba su madurez no sufriera daños con los problemas del clima o “tiempo”; en tercer lugar, el agradecimiento por lo cosechado, todo lo anterior vinculado con el paisaje y el territorio, de tal suerte que, en Coatetelco, las fiestas más importantes serían con tales fines como la fiesta de la Virgen de la Candelaria, en los últimos días de enero, conmemorando su aparición en la laguna, mientras que el festejo de San Juan que se conjunta con San Pedro, es cuando ofrendaba a los “aires” para solicitarles un buen temporal, en el caso de los mantenimientos el día de San Miguel, en el que cortaban los primeros elotes y se colocaba una cruz de pericón en lugares estratégicos para evitar la destrucción de las parcelas y hogares, controlando los “malos aires”-Diablo. Este momento también enmarcaba la llegada de los difuntos-ancestros que estaban en relación con los vivos, hasta inicios de noviembre, tiempo en el que se les ofrendaba los productos cosechados, pues como se ha mencionado, en su calidad de “aires”, participan en el ciclo agrícola otorgando la lluvia desde su plano de existencia.