Jojutla. En su bondad infinita, Dios me va a permitir algo que he pensado con bastante frecuencia en los últimos años: dar a conocer un libro de mi autoría, de lo que sea, e invitar a presentadores que me odien o, al menos, que estén resentidos conmigo o les caiga yo mal. Desde luego, deben saber leer y escribir.
El evento sería en cualquier lugar, cualquier día, siempre que esté abierto al público.
Por una cuestión dramática, pediría yo que alguien le hablara por teléfono a mis invitados, solicitándoles su aceptación, si es en sentido afirmativo se le mandaría el libro impreso de referencia; a la vieja usanza, también se les podría llevar una invitación impresa.
Esto, desde luego, causará expectación y podría ser el inicio para convertir las presentaciones en un espectáculo, y no en un evento de relaciones públicas en donde no se escatiman los cumplidos para un autor que presenta ante la sociedad a su “hijo”, que por lo general no se va a leer ni regalado.
Sigue habiendo, aunque ya no es muy frecuente, honrosas excepciones en las que el lanzamiento se vuelve un acontecimiento que dura hasta años en la memoria de los asistentes.
Ocurre cuando algún beodo impertinente participa en las presentaciones. De la calle se va metiendo poco a poco a la sala donde se desarrolla el evento; si ve que hay bebida espera la oportunidad para interrumpir y dar su punto de vista o de plano pregunta a qué hora van a comenzar a repartir el vino o los “bocadillos”.
Pasa muy pocas veces, pero he visto al menos una vez que la presentación termina en pleito o que, después de que los presentadores y el autor acaban la lectura de sus textos y dan la palabra al público, alguien, que permaneció sentado, en silencio, casi invisible en toda la presentación, se para y expone algún argumento o hace alguna aclaración tan oportuna, precisa y contundente, que sorprende al público y no pocos se van convencidos de que ese desconocido es mejor escritor o poeta que el autor del libro.
En los últimos años en las presentaciones de libros impresos los pocos que llegan ya saben a lo que van.
Pero no siempre fue así, hubo una época en el siglo pasado en que los libros impresos eran los que más circulaban, y las presentaciones eran acontecimientos a los que acudían ríos de personas.
La mamá de Fonz
A mediados de los 90, en la Ciudad de México, uno de los lugares en donde se presentaban libros o había lectura de poemas cada semana (a veces a diario) y tenían gran asistencia era la Casa del Poeta Ramón López Velarde, localizada en avenida Álvaro Obregón número 73, colonia Roma.
Este centro cultural abría sus puertas a escritores nóveles y a los consagrados.
En esa ocasión dimos una lectura pública de poesía inédita: éramos tres, un poeta que no conocíamos, Marco Fonz y yo. El salón “Hormigas” (así se llama un poema del poeta zacatecano) había cerca de 100 personas, la mayoría escritores o talleristas.
En esos años las presentaciones a modo eran mal vistas entre los lectores, poetas, escritores y en general artistas, se cuidaba que en los eventos se leyera algo de calidad y en las presentaciones se resaltara el contenido y la importancia del libro o algún aspecto novedoso.
El poeta, de cuyo nombre no puedo acordarme, leyó, y seguramente recibió aplausos.
Luego siguió Marco Fonz, que en esos años comenzaba a escribir algunos poemas y era alumno, como yo, del maestro Óscar Oliva, en el taller de poesía de la Casa de la Cultura Jesús Reyes Heroles, de Coyoacán.
Fonz andaba siempre vestido de negro (añadió, años después, un monóculo y un bastón con empuñadura plateada de cabeza de águila). Sacó de un morralito unas hojas, las puso en la mesa, seleccionó las que leería y fijó la mirada en un espectador imaginario, impostó la voz y dijo: “Quiero dedicar esta lectura de poemas a mi madre, la muy perra”.
Un silencio bibliotecario se expandió entre el público y después un murmullo de azúcar se regó en la sala (que, mencionamos líneas arriba, se llama Hormigas).
Marco comenzó a leer sus poemas: dos tres, cuatro, cinco… Después vinieron los aplausos.
El poeta se esponjó como pavorreal negro.
Pasé por su espalda mi extremidad y le di un apretón en el hombro izquierdo.
Me tocaba cerrar.
Después de la dedicatoria de mi amigo la atención estaba sobre él y la tensión del ambiente revoloteaba como un cuervo ciego en lo más alto; si le hubiera tocado el turno al mismísimo Arthur Rimbaud difícilmente hubiera sostenido el ánimo del público conocedor.
Yo, apocado, abrí mi folder con mis poemas, seleccioné los cuatro de rigor para la lectura, y dije sin pensarlo (como el Maromero Páez cuando hacía sus payasadas en las peleas de box):
-Antes de comenzar con mis poemas, quiero dedicar esta lectura a la mamá de Marco Fonz…
Mi amigo volteó la cara y me buscó la mirada. Yo pasé de nuevo mi brazo por atrás y le apreté con mi mano el hombro, mientras leía mi primer texto.
La asistencia quedó en silenció y mis sonoras rimas resonaron rodando por el piso de madera del salón.
Me aplaudieron menos que a Marco; el anfitrión dio por finalizada la lectura y nos invitó a departir unos canapés y un vino (cortesía del poeta que no recuerdo); nos paramos y fuimos a beber.
Yo me repegué a la pared, previendo que mi amigo me buscaría para reventarme la cabeza de un botellazo, pero no, se perdió entre los asistentes con sus admiradoras.
Aquí viene una aclaración por demás necesaria. Yo sí conocía a la mamá de Marco, me la presentó él, cierta una vez que acudimos a un evento literario. La señora nos invitó a comer en una fonda, me pareció una mujer muy cálida, buena onda.
A mi amigo yo lo quería, había vivido varios años en Chiapas y le presenté varios de sus plaquetas y libros; cuando publicaba yo algo mío le daba libros para vender, nunca me entregó el dinero de las ventas ni le pedí cuenta de ello.
Marco Fonz murió el 25 de enero de 2014, a la edad de 48 años de edad, lo hallaron ahorcado en un domicilio que ocupó durante un mes en Viña del Mar, Chile, país donde se celebraba un evento de escritores al que había sido invitado.
Entre sus libros, destacan Los animales mal llamados hombres (Edición del autor, 1992); Intermedio absurdo en una función de media noche (Antinomia, 1995); Del hominen amorfo y El ojo lleno de dientes (El Angelito Editor, 1997); Historias estrambóticas de oscuridad y nueva selva (La Otra Selva, 1998); Cantos siniestros a Chiapas (Hibrys, 1998); El ojo lleno de dientes (Conaculta-Tierra Adentro, 1998), entre otros.
La Casa Natalia
En los eventos de la Casa del Poeta Ramón López Velarde no siempre daban vino y bocadillos, que corrían por cuenta de los solicitantes del espacio, por quienes también corría la calidad y cantidad del vino. Íbamos muy seguido (“Áureas mariposas ya libando están”, les decía, nezahualcoyano, cuando habían comenzado sin mí).
Uno de esos días en que no hubo ni agua, un poeta nos invitó un taco. El lugar estaba a unas cuadras de la avenida Álvaro Obregón, y era un departamento. Después de identificarnos entramos. Nos recibió un bullicio, ahí adentro había más 70 almas en pequeños grupos, bebían y platicaba en el suelo, en unas mesas en unas sillas sin mesa; reconocí y saludé a varios escritores, pintores, poetas y críticos. No había donde sentarse, pero unos chavos nos hicieron un espacio y pusimos el culo en el piso, como ellos.
Un rato después de nuestra llegada, un chavo se acercó con una libreta y pidió nuestra orden. Vendían cerveza y cerca de 10 platillos oaxaqueños; pedimos y yo me levanté a orinar.
Rumbo al baño había cerca de 15 chavitos en el suelo, cercando en una esquina a un anciano, calvo, sentado y recargado en la pared, hablaba y todo estaban con la boca abierta, era Edmundo Valdez, el maestro, el Rey del Cuento; seguí mi camino y entré al sanitario; oriné y me lavé las manos, de regreso pasé por la cocina, al fondo estaba guisando Natalia Toledo, me acerqué a saludarla y me dijo que yo buscara un lugar donde sentarme.
A Natalia (hija de Francisco Toledo) la conocí porque me tocó leer poesía con ella en algunos eventos, además de que coincidimos varias veces en la terminal de autobuses de la Tapo: nos mandaban víveres en cajas de cartón y nosotros íbamos por ellos, a Natalia desde Juchitán y a mí desde Tuxtla Gutiérrez, alguna vez cambié con ella queso por totopos.
No recuerdo a qué hora ni cómo salimos de ahí, pero volví a llegar algunas veces, el lugar siempre estaba lleno.
Un poeta que no “salía de ahí” me contó que Natalia tenía muchos amigos artistas y cuando leía o asistía a la Casa del Poeta, ofrecía su casa, después de los eventos, para seguir platicando y tomar algunas cervezas y botana, que pasaban a comprar en alguna tienda de la esquina o licorería (antes no había Oxxos).
Las invitaciones fueron más frecuentes y a Natalia, conocedora de los gustos y adicciones de los artistas, se le ocurrió comprar cervezas y cocinar botana oaxaqueña o juchiteca en su casa.
El lugar, que no era para lo que se ocupaba, sino un departamento amplio, se volvió un referente porque ahí se podía encontrar a celebridades, platicar con ellas o escucharlas y darles la mano o invitarles una caguama o una tlayuda; los poetas y escritores chiapanecos eran muy identificables, pedían totopo con queso y camarón seco, una botana que demuestra la poderosísima influencia de los juches y sobre todo las juchas en nuestra dieta cantinera.
Alguien, que haya sobrevivido a tanta vida o no haya quedad loco, debería escribir sobre estos espacios de reunión de los constructores de la literatura chilanga.
***
Mientras escribía ese texto, me llegó la noticia de la muerte de José Agustín (José Agustín Ramírez Gómez. 19 de agosto de 1944, Guadalajara, Jalisco; 16 de enero de 2024, Cuautla, Morelos).
Ramón López Velarde, Efraín Huerta, José Agustín y Rockdrigo González construyeron su poética y narrativa desde las ciudades, incluyéndola, haciéndola un personaje, un espacio determinante en sus historias, esto tuvo gran influencia en las generaciones de su época y en las futuras. Como ejemplo hay que sentarse a observar “¿Cómo ves?” (documental de 1986), dirigida por Paul Leduc, con el guion de éste y de José Joaquín Blanco, a partir de textos de José Agustín.
Estos autores fueron los primeros que comencé a leer cuando llegué a la Ciudad de México a estudiar en la Universidad Nacional Autónoma de México, en el 86, apenas ocurrido el sismo.
En aquella época estuve en el taller de Cuento del maestro Salvador Castañeda, en la colonia Roma, en las instalaciones de la Unión de Vecinos y Damnificados del Sismo de 1985 y fueron lecturas obligadas.
Estos autores me permitieron conocer una Ciudad de México profunda, más allá de lo que uno podía observar en esa cotidianidad uniforme, plana y ordenada en apariencia; en la propuesta de ellos, para el que sabe buscar y no se asusta cuando encuentra, la realidad arroba.
En 1999, por invitación de Fausto Arrellín, presenté mi libro “Rockdrigo González y otros rollos”, El Angelito Editor, 1999, México, en un lugar emblemático que ya no existe: el Multiforo Cultural Alicia, abierto en 1995 y clausurado en marzo de 2023, un espacio para los músicos independientes, de ska, de surf y de rockabilly, principalmente, localizado en avenida Cuauhtémoc número 91-A, en la Colonia Roma, a unas cuadras de la Casa del Poeta Ramón López Velarde.
Esta presentación fue grabada (por un tal rixchard72) y subida a YouTube en dos partes: https://www.youtube.com/watch?v=yMqQaKw-buI&t=301s y https://www.youtube.com/watch?v=8gnW5QR4pe8
En el minuto 2:31 de la primera parte menciono a José Agustín como uno de mis “padrinos” de ciudad. Incluso, en una ocasión que regresamos a la Casa de Natalia Toledo, me pareció verlo platicando, rodeado de muchachos.
Nunca pude acercarme a él, cuando viene a vivir a Morelos no pude entrevistarlo en su casa de Cuautla, me hubiera gustado, al menos, darle las gracias por lo que escribió y por lo que nos conmovió.
Descanse en paz el maestro José Agustín.