Jojutla.- Las flores avientan un aroma dulce y agrio que desciende al suelo como una lenta lluvia. Los insectos enloquecidos se amontonan en los ramilletes. Este año sí habrá una buena cantidad de mangos. El año pasado no pudimos hacer nada contra la plaga que, como una araña vegetariana, se fue comiendo los brotes hasta chuparle la última gota de existencia.
Florencio era tu lugar de caza. Ascendías por él como una mínima pantera: las cuacuanas se posaban en las partes más altas para ponerse a salvo de tus garras, de tus dientes de navajas que buscaban la arteria palpitante del cuello. Lo experimentaron culebrillas, chintetes, lagartijas, murciélagos, pajaritos y otras alimañas que, en más de una ocasión, te aflojaron el estómago y tuviste que ser atendida por el veterinario.
–¿Cuántos años tiene? ¡Está muy chiquita para su edad!
Cuando traías los restos de tu presa a la casa, mamá te regañaba:
–¡No mates a ninguno de esos animalitos, cabrona!
Ella desconoce que no había un maldito pelo en ti que Dios o la naturaleza no hubiera diseñado para asesinar a tus presas.
Hace poco más de tres años (habías nacido el 14 de mayo de 2021), le dijimos a Fer que nos consiguiera en adopción una gatita negra. Al poco tiempo, mandó una imagen con una cachorrita negra y con dos pequeños océanos en los ojos. Cuando me dijo que ya se la habían entregado, fui por Maurilla (tenías nombre antes de venir a la casa. Lo heredaste de Maurilia, negra también y muy querida por la familia). Eras distinta a la foto: cabezona, con los pelos parados, eras negra, pero no tenías los ojos azules.
La frase de Fer fue un zarpazo en la aorta:
–¿No te la vas a llevar sólo porque no tiene los ojos azules?
Llegaste a la casa y de inmediato te adueñaste de todo.
Te presentamos con tu hermano el Xolo para que se llevaran bien y tú te esponjaste como erizo. Te compramos tus trastes para el agua y la comida, y yo te hice un palo con mecate para que desarrollaras tus habilidades asesinas de ninja.
Jamás aceptaste collarcitos de princesa.
Cuando mamá estaba embarazada, te subías a su cama y al vientre abultado de ella, ahí ronroneabas y te echabas para dormir.
Nació Maximito, y tú y el Xolo lo recibieron en la casa. Desde ese momento estarías cerca de él, lo rodearías como a un hijo o a un hermano, lo olisquearías y te sentarías a su lado.
Desde ese momento en que conociste al pequeño, no dejaste de vigilarlo y jugar con él. Creciste con el niño y mamá no se explicaba cómo tolerabas los juegos pesados: “¡esa gata te va a morder y te va a lastimar con sus garras!
Los sofás, la cama de visitas, la silla de madera, la cuna del niño, eran los sitios donde te gustaba echarte, soñando pájaros blancos y torpes que se dejaban atrapar. Todos en la casa sabíamos dónde encontrarte. Ahora todos en la casa te buscamos: el Xolo levanta su nariz y ventea por los lugares donde te metías o salías a cazar.
A las 5:30 de mañana, frente a nuestra recámara, pedías que te abriéramos la puerta para que, 15 minutos, después entraras directo a los trastes de comida. En días de descanso o festivos, mamá no se paraba, yo sí, sobre todo cuando, cansada de maullar, desgarrabas las esquinas de los sofás.
–¡Pinche gata, se va a encabronar mamá! –te gritaba, mientras abría la puerta de la cocina para que pasaras.
Desconozco si la humanidad va a alcanzar a entender a los animales, principalmente a los gatos.
Damos por hecho que cazan ratones, que son muy ajenos a nuestros sentimientos, que sólo buscan que los alimenten y los procuren, que andan por la casa como pedazos de animal, demandantes. Este es el máximo nivel de comunicación al que nosotros podemos llegar, pero, si nos acercamos un poco, si somos pacientes y atentos, van a intentar otra forma de vínculo, más allá de la exigencia de agua y comida. El secreto de la comunicación felina es la confianza, que tengan la certeza que así se está cayendo en pedazos el mundo, la puerta va a estar abierta a las 5:30 de la madrugada y las croquetas van a estar en su plato, sin hormigas ni basura; cuando esto sucede, las gatas dejan de ser esas mascotas indiferentes y exigentes y se convierten en algo muy cercano a lo que podríamos llamar un hermana o una amiga. Desde luego, es necesario que ella quiera comunicarse en otro nivel contigo.
Maullabas para que fuera a quitar las hormigas de tu comida. A mamá le daba risa y me decía que no te hiciera caso, que, de todos modos, con hormigas o sin hormigas, te comías las croquetas: “yo no le hago caso y mira, come”. “No, ella me está pidiendo que le quite los insectos”, le decía yo.
Lo mismo pasaba con tu tazón de agua, alguna abeja, alguna mosca, avispa o algún tizne flotando era suficiente para que me maullarlas y me pidieras que te cambiara el agua.
–¡Mira que pinche delicada!
Entre la herrería y los cristales de la ventana el ¡Mau! ¡Mau! ¡Mau! Después seguía el ¡Marramiau! Hasta que te abría y te avisaba que pasaras.
Recuerdo también cuando trajimos a La Damita, una gatita embarazada que no maúlla, produce una especie de chillido como de conejo asustado. Era el segundo o tercer embarazo de este animalito. La adoptamos y tú la aceptaste, era la única gata que dejábamos entrar.
Cuando tuvo sus gatitos, los dimos en adopción con amigos. La mamá se quedó en la casa, meses después, la esterilizamos (a ti te operaron antes del año de nacida).
Tu relación con la Damita era la de una gata cualquiera, jugaban, se pelaban, pero muchas veces, dentro de la casa, me maullabas y te ibas hacia la puerta de la cocina: me estabas pidiendo que abriera, porque La Damita estaba detrás de la puerta y quería entrar a comer.
Todos estos días he estado esperando que vengas por la mañana mientras escribo y te plantes a mi lado, con tus ojos de oro y maúlles para pedirme que te comparta las orillas del jamón de mi torta o te dé pedazos de sin chile de tamal y un poco de avena.
Ya no te brincas a mi escritorio y te paseas sobre el teclado para que yo te baje y te ponga sobre mis piernas y maúlles para que te acaricie el lomo: el costo de todos estos cariños eran que me permitieras hacerte las orejas de “taquito” o que te las volteara y te dijera: “así te pareces a Frida Kahlo”.
Para tu ego, te leí que los egipcios adoraban a una diosa con cabeza de gato y cuerpo de mujer llamada Bast o Bastet: era el símbolo del amor y de la procreación; y que había pena de muerte para quien matara a un gato, incluso de manera accidental. Ni el propio faraón podía indultar a un hombre acusado de pegar o maltratar a un animal.
“A ver cómo te las ingenias, tú eres la asesina, a mí no me gusta comer lagartijas”, te respondía cuando, subida en la parte más alta del calentador, me maullabas y levantabas la vista hacia el techo, en donde la cuija, como Spiderman, se movía de un lado a otro con sus dedos llenos de ventosas.
A mamá le daba risa que atravesaras la calle y te metieras al terreno baldío a cazar. La primera vez que te vi, me dio miedo. Desde ese momento comencé a comprar medio kilo más de croquetas para que no tuvieras que salir fuera de la casa a buscar comida, pero la sangre te llamaba.
–Ojalá aprenda a cruzar la calle cuando no vengan coches; aquí la gente no respeta los límites de velocidad –dije a mamá, que de manera constante echaba madres por la gran cantidad de gatos muertos como tlacoyos en el circuito principal de la colonia.
El viernes 26 de enero, a mamá se le hizo tarde. Maximito se quedó llorando porque se había levantado muy temprano. La idea era entretener al niño, que no había ido a la guardería porque había Consejo, y llevarlo como a las 12 del día al trabajo para que mamá pudiera avanzar.
Mamá me llamó por teléfono segundos después de salir de la casa, estaba en la puerta del patio. Yo trataba de calmar al niño que lloraba muy fuerte.
–Atropellaron a Maurilia. Está muerta en medio de la calle. Le voy a llamar a Lyah para que la venga a recoger –me dijo mamá.
Yo no supe qué decir. Abracé al niño y traté controlar su llanto, pero no pude; por dentro menté madres y maldije.
Lyah salió a recoger tu cuerpo. Lo metió a la casa y lo dejó en el patio.
Mamá regresó a la recámara donde yo estaba con el niño y lo consoló, lo llevaría a la escuela de una vez, Lyah la iba a acompañar.
Yo le dije a mamá que me haría cargo de tu cuerpo.
Mamá, Lyah y Maximito se fueron.
Salí al patio y, en la entrada, vi tu cuerpo negro sobre unos pedazos de cartón. Tenías sangre escurriendo por tu boca. También vi, frente a la puerta de la casa, una mancha de sangre absorbida.
Me dieron muchas ganas de llorar y me dio coraje, quería desquitarme con quien te había atropellado.
Levanté tu cuerpo con el cartón y te llevé al patio trasero. Allí comencé a cavar un agujero.
El golpe que te dieron fue seco, no pasaron sobre ti. Mientras escarbaba, vi tu pequeña humanidad: te veías más grande de lo que eras.
Terminé el hoyo y acomodé tu cuerpo adentro, luego te fui poniendo tierra.
Te pedí perdón, te agradecí por todos los mementos que nos hiciste reír, por enseñarme a entender un poco más a los gatos, yo que fui más perrero; a quererlos, a respetarlos. Te agradecí por haber conocido a un ser vivo extraordinariamente inteligente, por demostrarme que en esa pequeñez de ser vivo había algo muy asombroso y por compartirme esa verdad que yo jamás había experimentado.
Estuve mentado madres mientras recordaba que ahí te gustaba jugar y practicar tus ataques cuando apenas eras una cachorrita, por ahí te subías a la barda de los vecinos o cuando el Xolo te perseguía para jugar.
Cuando quedaste hecha un montoncito de tierra, me despedí de ti. Me acordé del Manchas, de la Kika, de Rudecindo: otras inteligencias metidas en tan mínimos cuerpos.
Seguramente acabaste con las seis vidas que tenías en tu cuenta de ahorro del banco de la vida, aunque yo jamás te vi salir de un peligro de muerte.
Te prometo que voy a ser más paciente con mi hijito, que no levantaré la voz si lo reprendo. Él va a crecer, y cuando entienda le vamos a decir quién fuiste, le vamos a enseñar tus fotos y videos, le vamos a decir cuánto te protegía y lo mucho que estábamos asombrados y agradecidos con ella.
Epílogo. A Maurillia lo atropelló una combi del transporte colectivo que da servicio público en La Unidad Morelos. Transitaba a una velocidad mayor a los 20 kilómetros por hora; eso se puede observar del video de fecha jueves 25 de enero de 2024; la hora de la muerte fue a las 20:25, cinco segundos antes de la hora de mi nacimiento.