Siempre he encontrado la manera de estar en constante movimiento, pero claro, como no nací en una privilegiada familia millonaria, lo que hice fue tratar de diseñarme una carrera que me fuera llevando a viajar por el mundo.
Así tuve la oportunidad de conocer muchos países, ciudades y, sobre todo, los rincones más espectaculares de mi propia tierra, en viajes de trabajo como periodista.
Sin embargo, hace poco más de dos años que cerré ese capítulo de periodista nómada y acepté un trabajo estable en el mundo del impacto social. Eso me dio la estabilidad financiera que nunca antes tuve y por ello el año pasado decidí que los viajes por fin serían para disfrutar y no solo para trabajar.
En diciembre de 2019 viajé a Oaxaca con mi hijo, pero además invité a mi hermana, con quien en realidad nunca había hecho un viaje y fue divertido, una oportunidad para conectar de nuevo con ella y para construir anécdotas que hasta hoy nos hacen reír siempre que hablamos de aquel viaje.
Pero no fue el único viaje que organicé, también me fui con mis hijos a explorar la reserva de la mariposa monarca y maravillarnos de tan increíble migración natural, antes de que el cambio climático acabe con ella.
Y en la misma temporada, antes de recibir al 2020, hice otro viaje donde quise pasar tiempo con mi madre, mi hermano, mi cuñada, mis hijos y mi sobrino, que había venido a visitarnos porque ahora él vive en Montreal.
Nunca habíamos hecho un viaje así y realmente lo disfrutamos. Aunque fue algo corto y cercano, ya que solo fuimos a Zacatlán de las Manzanas, vivimos momentos inolvidables que nos hicieron sentir más unidos.
Ninguno de nosotros sabíamos que un virus llegaría desde China para cambiarnos la vida, a nosotros y a todas las personas del mundo. 2020 llegó y un par de meses después, empezamos a vivir lo que hasta ahora sigue siendo una nueva realidad, incomprensible, donde la incertidumbre ha sido la protagonista.
En todo lo que va del año no hemos podido viajar. Cancelamos un anhelado viaje a Bogotá, luego uno a Belice y por supuesto, ni mi sobrina que vive en Francia ni mi sobrino que vive en Canadá pudieron venir a vernos. Ni siquiera nosotros que vivíamos en la misma ciudad podíamos reunirnos. Pasé 6 meses encerrada en mi departamento de 50 m2, saliendo apenas para hacer las compras, por miedo a contagiarnos. Hasta que no pudimos más.
Fue entonces que decidimos mudarnos a Tepoztlán, primero como una larga vacación y luego con la intención de que fuese definitivo.
Sin embargo, ni las majestuosas montañas ni la naturaleza, ni una linda casa en el campo nos han quitado la nostalgia por todo lo que no podemos hacer. Por todos los abrazos que no nos hemos podido dar, y es que si algo nos vino a enseñar el 2020 es que la vida no es vida sin las personas que amamos para compartirla.
Sí, gracias a haber decidido mudarnos a este lindo lugar nos hemos mantenido sanos porque estamos aislados, en medio del campo, viviendo y trabajando a través de internet y evitando al máximo ir al centro del pueblo, donde los turistas se han vuelto un riesgo sanitario, pero seguimos sintiendo que esta no es nuestra casa sino una vacación que ya se siente demasiado larga.
Cuando alquilamos la casa donde vivimos ahora, nos hacía ilusión tener un amplio jardín para hacer fogatas cuando nuestros amigos llegaran a visitarnos, tener un amplio cuarto para que la familia se quedara a dormir algún fin de semana y estar cerca de lugares que pudiéramos explorar en coche. Pero la nueva normalidad nos sigue restregando en la cara que eso no es adecuado, que no podemos actuar irresponsablemente, que debemos seguir aislados.
Amamos viajar, sí, pero ¿qué derecho tenemos de ser portadores irresponsables de un virus y llevarlo a pueblos o comunidades sin infraestructura hospitalaria? Nos encanta recorrer caminos, pero tras meses sin ver a nuestra familia y amigos ¿qué caso tiene? Es fascinante conocer nuevos lugares, pero ¿qué son los lugares sin poder interactuar con la gente que los habita?
Después de un año en pandemia, extraño viajar, por supuesto, pero lo que más extraño es que esos viajes sirvan para encontrarme con la gente que amo o para conocer a nuevos amigos con los cuales construir recuerdos.
Hoy mi mejor amigo -y realmente mi amor platónico por una década- tiene COVID y yo no hago más que pensar en todas las veces que hablamos de viajar juntos. Hicimos planes que nunca cumplimos porque siempre uno piensa que habrá un mejor momento.
Hoy que sé que tiene el virus solo puedo rogar que no se complique y el virus simplemente se vaya de su cuerpo para de verdad tener tiempo, tiempo para volverlo a ver, para volverlo a abrazar, aunque nunca podamos viajar juntos por otras razones, aunque nunca pueda siquiera decirle lo que siento por él, con volverlo a ver, a reírme de sus chistes a carcajadas sin un cubrebocas de por medio, a ver series juntos en largas tardes de invierno, a cocinar juntos, sería suficiente.
Hoy, después de 9 meses de encierro y aislamiento solo quiero tiempo para volver a viajar con mi hermana que por fortuna también salió bien librada tras haberse contagiado, para repetir el viaje familiar del año pasado con mi madre, que afortunadamente sigue sana, para conocer a mi nuevo sobrino, nacido en plena pandemia, para cruzar el océano para abrazar a las pequeñas bebés francesas que me robaron el corazón desde que nacieron hace tres años, para tomar un avión y abrazar a mi sobrino y sus bebés en Canadá.
La gran paradoja es que para tener ese tiempo, para poderlo lograr, tengo que quedarme en casa, estar quieta y calmada, ser paciente y seguir aislada, siendo responsable para mantenerme sana hasta que sea seguro volver a levantar el vuelo para ir a recuperar todos los abrazos que esta pandemia nos ha robado.
¿Cuál es la gran lección de todo esto? No acumules millas o sellos en tu pasaporte o likes en tu Instagram. Atesora momentos, abraza a las personas importantes de tu vida y diles que las quieres porque nunca sabes cuándo algo completamente fuera de tu control podrá impedirte estar cerca de ellos.