Andanzas en Femenino
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Crónica de una decepción anunciada


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Hace tiempo un amigo nacido en Tepoztlán me dijo con algo de pena: “mi pueblo es muy bonito, sus montañas son hermosas, su cultura y su energía son maravillosos, el único problema, son los tepoztecos”. ¿Sorprendente? Para mí sí lo era pues mi amigo nació en este municipio morelense, famoso por sus hermosos paisajes y colocado como uno de los destinos más populares por su cercanía a la Ciudad de México, su clima cálido-templado y su herencia cultural.

¿Por qué alguien me hablaría así de sus propios paisanos? Lo cierto es que antecedentes de que los tepoztecos son aguerridos hay muchos, incluso varios han sido noticia como cuando hace ya varios años impidieron que se lucrara con sus tierras para construir un campo de golf que, seguramente, habría dejado a muchas comunidades sin agua, un bien muy preciado por acá. Aquella acción aguerrida muchos la aplaudimos, porque por supuesto que se debe luchar por la defensa de la tierra y los recursos naturales.

Sin embargo, muchos me habían dicho también que por acá debía tener cuidado pues la gente era “de armas tomar”. No tenía idea que muy pronto iba a ser testigo, y víctima indirecta, de dos mujeres que, con prepotencia y violencia, violentarían los derechos de quienes venimos a este pueblo morelenese solo buscando un poco de paz y contacto con la naturaleza.

Las protagonistas de esta historia son Karla R. y Guadalupe N., presuntas responsables de agresiones y allanamiento de morada en contra de una joven familia a la que la primera mujer, les había rentado una casita de su propiedad. Y bueno, yo que vela tengo en este entierro, se estarán preguntando, pues sí la tengo porque resulta que esa casita estaba en un predio donde también yo rentaba una vivienda, que es propiedad de la misma mujer. Así que fui testigo de los atropellos que a continuación describiré, pero además tuve que dejar a una velocidad express ese lugar porque mi familia se sintió completamente intimidada y amenazada tras presenciar los hechos.

De los antecedentes tengo pocos detalles, pues suelo ser una vecina reservada y solo dedicada a mi trabajo y mi familia. Lo único que sabía es que entre la dueña y los arrendatarios existía un malentendido monetario, derivado de gastos que los arrendatarios tuvieron que hacer al llegar con su mudanza y no encontrar la casa que habían alquilado en las condiciones que habían acordado con la propietaria, quien no estuvo ahí para recibirlos pues tenía varios días que ella y su pareja se habían ido de viaje, supuestamente por motivos de trabajo. De eso yo tuve conocimiento pues un par de días antes, me avisaron que tendría nuevos vecinos, de manera temporal pues ellos debían ausentarse algunos meses.

Cuando los nuevos inquilinos llegaron realmente me sentí tranquila, porque son una pareja joven con una bebé adorable y de inmediato tuvimos buena química. Me consta que son personas tranquilas, de bien, que cuidaban la casa, el jardín y la convivencia. Son amantes de los perros igual que yo, así que pronto tuvimos varias cosas en común que hizo que ser vecinos fuera algo agradables.

Pero un día se terminó la paz. La dueña regresó y las diferencias con los inquilinos, que hasta ese momento se habían tratado de dialogar solo por mensajes, se hicieron más grandes. Más tarde me enteraría de que la pareja sentimental de la propietaria les había engañado, prometiendo que además de rentarles la casa, les alquilaría su camioneta. Cuando los inquilinos llegaron a ocupar la vivienda, la camioneta ya ni siquiera existía. El novio de la dueña de la casa la había vendido, algo que me consta porque él mismo me lo dijo antes de irse.

El punto es que los inquilinos le habían transferido un adelanto por el alquiler de ese auto que simplemente decidieron vender, sin avisarles a los que supuestamente lo rentarían. Ahí ya les habían tranzado 2 mil pesos.

Posteriormente la comunicación se fue complicado pues, según confirmé con las versiones de los inquilinos, ellos tuvieron que invertir mucho más de lo acordado en arreglos que la casa necesitaba para ser habitable. Al llegar el mes siguiente, como sería lógico, ellos quisieron descontar esos gastos del pago de la renta y comenzaron los problemas, pero aún a la distancia.

Un mes más tarde, las cosas seguían sin arreglarse y ella apareció para gritarles que se fueran. Discutió con Daniel, el inquilino y firmante del contrato de arrendamiento. Los escuché porque la dueña levantó tanto la voz que yo no podía seguir trabajando, casualmente estaba en una reunión por zoom y de verdad los gritos me obligaron a interrumpir.

Aunque conmigo la relación con la dueña era diferente, lo cierto es que tampoco era una relación cordial. Era más bien una distante, pero respetuosa. También es cierto que yo, quizá por mi inexperiencia o simplemente por tener distintas expectativas, no tuve tantas exigencias, incluso acepté un trato de palabra y sin contrato, algo de lo que hoy me arrepiento. Pero esa tarde fue la primera vez que yo a ella la vi fuera de sí. Nunca pensé que llegará a más.

Mientras ella estuvo de viaje, mi hijo arregló una puerta rustica que nos protegía un poco de perros y caballos intrusos que ensuciaban el terreno, y hasta de ladrones ocasionales que ya me habían desaparecido algunas cosas pequeñas, como luces solares que había puesto en mi lado del jardín. La puerta quedó tan bien que Daniel me sugirió comprar un candado, lo cual me pareció excelente idea porque estaba harta de que los caballos me despertaran a las 6 de la mañana y defecaran todo mi jardín. No tenía idea de que ese candado desataría la locura de la dueña y de su madre.

Cuando la dueña volvió de su viaje, se hospedó con su madre, una mujer mayor pero violenta y vulgar a quien ya había tenido oportunidad de conocer en juntas vecinales. Su personalidad agresiva es innegable y varios vecinos me habían dicho ya que era una mujer prepotente y muy difícil.

Apenas habían pasado un par de días desde que pusimos el candado cuando una tarde la dueña y su mamá me llamaron a gritos para que les abriera. La dueña molesta me dijo que no podíamos poner un candado, algo que realmente me molestó porque pues ¿acaso ella iba a ir a impedir que los caballos se cagaran junto a mi coche? Les abrí por cortesía y la madre tenía una oz. “Vamos a pasar a cortar un poco de hierba”, me dijeron y yo les creí.

Minutos después llegaron dos patrullas e ingresaron al terreno. Yo no tenía idea de que pasaba. Los otros inquilinos no estaban en la casa y después de un rato, como no llegaron, las patrullas y las dos mujeres se fueron. Yo había resguardado el candado pues no era mío y mi obligación era devolverlo a Daniel, pues él lo había comprado.

Al día siguiente vi que lo habían vuelto a poner y entonces Raquel, la esposa de Daniel me pidió que, si venían ellas a buscarlos, les avisara por la ventana y ellos saldrían a hablar con ellas porque tenían problemas y no querían involucrarme. Fue todo.

Unas horas más tarde, mientras yo estaba cocinando muy atareada, nuevamente llegaron Karla y su madre a gritarme que les abriera. Yo estaba ocupada y desde la ventana pregunté si venían a algo conmigo. Su respuesta fue que no, que era con los vecinos. Así que les dije que esperaran, que los llamaría por la ventana pues yo estaba ocupada y no podía salir a abrir.

No tardé ni dos minutos en llamar a Raquel, cuando escuché a la señora Guadalupe gritar “¡tira la reja!” y a patadas tiraron la reja que por días mi hijo estuvo arreglando para que nos protegiera un poco y nos diera privacidad. Cuando entraron, ellas tenían un machete y un martillo y se fueron como unas fieras contra la casa donde Daniel, Raquel, su pequeña bebé y una amiga que les estaba visitando se refugiaron del ataque.

En mi casa retumbaban los martillazos, los gritos y el llanto inconsolable de la bebita. Nosotros nos encerramos y ya ni siquiera pudimos comer del miedo. Escribí a varios vecinos para pedir ayuda, para que llamaran a la policía y vinieran a controlar este ataque violento, pero nadie me hacía caso. Una vecina me pasó el número de la policía, pero me dijo que ella no quería involucrarse pues esas dos mujeres estaban realmente locas y no quería problemas. Más me asusté.

Cuando Karla estaba golpeando con más fuerza y ya había roto varios vidrios, no aguanté más escuchar el llanto de la bebé y salí para tratar de calmarla. Se me ocurrió acercarme y osar tocar su antebrazo para tratar de calmarla, suplicarle que por la bebé tratara de entrar en razón pues seguramente se podrían arreglar de otra manera. Al sentir el roce de mi mano ella me gritó que no la tocara o yo también tendría que irme. Eso para mí fue una amenaza. Con mucha tristeza e impotencia me fui a encerrar a mi casa con mis hijos, mientras lo único que nos quedaba era esperar a que la policía pudiera hacer algo.

Finalmente, a punta de martillazos Karla rompió la cerradura y logró ingresar a la casa que ella misma, con un contrato vigente, había elegido arrendar. Ingresó por la fuerza al hogar que una familia estaba rentando y que, además no se estaba negando a pagar el alquiler, solo necesitaban hacer cuentas y aclarar los gastos que habían hecho en la casa.

La policía tardó bastante en llegar, o no sé si yo perdí la noción del tiempo, pero para mí el lapso fue eterno. Nosotros no podíamos salir por miedo a recibir un mal golpe. Raquel se encerró con la bebé, que no podía calmarse, en la habitación mientras su esposo trataba de sacar a las dos atacantes de la casa. Finalmente la pudo echar, a empujones, en legítima defensa pues las dos mujeres estaban armadas con machete, martillo y ladrillos. Los destrozos ya se podían ver desde mi ventana. Su vajilla rota, la ropa de la bebé enlodada y tirada, botellas que las agresoras les aventaron. Un asunto que habría tenido que resolverse ante un juez cívico pues la discusión original era en torno a una diferencia de dinero, había escalado hasta un tema penal pues estas dos mujeres estaban cometiendo un delito. La policía llegó y las encontró en flagrancia, dentro de una casa que estaba en un régimen de arrendamiento, a la que entraron sin una orden de desalojo y con uso de violencia física y verbal. Se la llevaron, sí, pero para tratar de conciliar, no para que ella pagara por las atrocidades que había cometido. Su madre se fue como si nada a su casa, como si violar los derechos de las personas fuera algo normal para ella. Yo seguía sin poder creer lo que estaba pasando ante mis ojos.

Por la ventana le hice señas a uno de los policías y le pedí que se acercara. Le pregunte ¿y yo qué debo hacer? ¡Tengo miedo! Su respuesta fue todavía más escalofriante: Lo mejor es que busque a donde irse, no es la primera vez que ellas hacen esto y ya nos ha tocado varias veces venir a intervenir.

Esa misma versión después me la confirmaron dos taxistas y hasta un fletero, que ya habían tenido que sacar a otros inquilinos que también sufrieron los ataques de estas personas.

Hoy esto lo estoy escribiendo desde otro lugar, fuera de Morelos, un estado al que tanto quiero y que con esto me ha roto el corazón. No quiero generalizar, por supuesto. Mucha gente en Tepoztlán me trató de la mejor manera, tuve vecinos amables en el barrio, taxistas solidarios, maestros amorosos para mi hijo, pero estas dos mujeres me mostraron la peor cara de un pueblo al que muchos venimos para buscar paz, un pueblo que vive de los turistas y visitantes que hoy por la pandemia se están volviendo avecindados, con lo que apoyamos a la reactivación de su economía.

Irme de Tepoztlán así me dolió, pero la tranquilidad de mi familia está primero. No sé que ha sido de Daniel y Raquel, pero cuento esta historia para que nadie más sea estafado y violentado por estas dos mujeres. Así que, si les ofrecen una casita bonita, de ladrillo rojo y lindos acabados, en un predio donde solo hay dos casitas iguales y que los locales conocen como “Los Aguacates”, no renten ahí, porque sin duda, correrán un gran riesgo. Y espero que las autoridades de Tepoztlán, de seguimiento a este asunto, lo último que supe es que los agraviados pusieron una denuncia. Si usted querido lector alguna vez fue agredido por estas dos mujeres, denuncie. Mi única esperanza es que tarde o temprano, se haga justicia y aporto esta crónica como testimonio de una ciudadana que todavía confía en el Estado de Derecho. 

 

 

 

 

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Elizabeth Palacios

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