La Basílica de San Pedro es imponente. Es el centro de la cristiandad mundial, la iglesia más grande del orbe y además es una magna obra arquitectónica. No importa si se es ateo, cristiano o de cualquier credo, si se tiene un corazón viajero, no se puede dejar pasar la oportunidad de visitar El Vaticano.
Eso fue lo que pensamos el padre de mi hijo y yo, cuando estuvimos dos semanas en Roma. Como ya les había contado, aquel no fue el mejor de mis viajes, en mucho porque allí el pequeño Jaime y yo nos contagiamos con el virus de la influenza.
Era 1998 y sólo como antecedente, debo contarles que mi pequeño hijo además tenía una bonita afición por vomitar. El más mínimo estímulo externo, o divino, le provocaba sacar la leche, la papilla o lo que fuera que estuviera en su pequeño estómago de 18 meses.
Cuando la influenza nos dejó en paz y la fiebre había cedido, decidimos que era momento de ir al Vaticano. Yo no estaba muy entusiasmada, para que fingir. En aquel entonces no había decidido si era creyente o no, pero ya tenía muchas dudas al respecto. Además, padecía claustrofobia así que ese entusiasmo de mi compañero por los museos vaticanos y la tumba de San Pedro me provocaba cierta angustia, pero pensaba en los frescos de Miguel Angel y sabía que debía ir.
Al llegar a la Plaza de San Pedro y mirar de frente la imponente Basílica desde donde el entonces Papa Juan Pablo II se dirigía a los fieles, pensé que era algo que debía vivir y me animé un poco más. La primera impresión al entrar en la basílica es de inmensidad. Se trata de un enorme espacio, más de 15 mil m2, donde caben 60 mil personas.
El espacio interior está dividido en tres naves separadas por grandes pilares (la nave central, la nave de la Epístola y la nave del Evangelio) y cuatro grandes elementos: la Girola, la Cúpula, el Presbiterio y el Altar Papal.
Sin duda lo más destacado es la cúpula ideada por Miguel Angel y terminada por Giacomo della Porta. Lo que más llamaba mi atención era la Capilla Sixtina, aunque sabía que las filas para ingresar serían épicas y temía que la espera con un bebé no fuera lo mejor de mi viaje, pero había que hacerlo.
Se trata de la más famosa del Palacio Apostólico de la Ciudad del Vaticano. Se encuentra a la derecha de la Basílica de San Pedro y originalmente servía como capilla de la fortaleza vaticana. Conocida originalmente como Cappella Magna, toma su nombre del papa Sixto IV, quien ordenó su restauración entre 1473 y 1481.
Y ¡vaya que valió la pena! La espera que no fue amena pues aún me sentía débil pero la bóveda y El Juicio Final, los más famosos legados de Miguel Ángel me hicieron olvidarme de todo.
Al salir de allí, pasó lo que me temía, mi compañero dijo que no podíamos irnos sin visitar las grutas vaticanas. Un sacerdote nos escuchó hablar español y se acercó. Resultó ser un párroco de alguna diócesis de Jalisco que se sintió muy emocionado al encontrar compatriotas en medio de la multitud. Él se ofreció a guiarnos hacia el sepulcro y ayudarnos a ingresar. Mi compañero estaba encantado con su charla y su compañía, pero yo comenzaba a tener síntomas de claustrofobia.
Lo cierto es que no podíamos declinar la invitación pues de otro modo no habríamos podido entrar. Resulta que por razones de conservación el ingreso está muy restringido, y hay que solicitarlo con antelación, lo cual por supuesto nosotros no habíamos hecho.
No se si tuvo que ver con que el cura nos iba explicando que estábamos justo en el lugar donde el Apostol San Pedro, considerado la primera cabeza de la Iglesia, murió martirizado y fue enterrado, o si era producto de mi fobia al encierro, pero conforme avanzábamos hacia las profundas grutas yo comenzaba a sentirme peor, por un momento creí que me iba a desmayar.
Tal vez lo que me abrumaba era la gente, la falta de aire, la luz tan baja o el sermón que aquel cura nos estaba recetando por no haber bautizado al pequeño Jaime, a pesar de ya tener 18 meses. De pronto y cuando creí que yo ya no podía más y buscaba con la mirada cuál sería la salida más próxima para vomitar, el bebé se me adelantó y, en brazos de su padre que lo cargaba junto al cura, devolvió todo el desayuno.
Apenado, mi compañero le explicaba al sacerdote que nuestro hijo tenía por costumbre vomitar con frecuencia. El cura no escuchaba razones y culpaba a los demonios que no le habíamos quitado al negarle el sacramento del bautismo. Incluso, sugirió que volviéramos otro día, que nos ayudaría para bautizarlo ahí mismo, en el recinto más importante del mundo católico.
Yo lo único que quería era salir de ahí, antes de que alguien quisiera someter a mi bebé a un exorcismo o a mi, que ya sentía que también vomitaría y mi desayuno seguro sería mucho menos inocente y un poco mal visto por aquel cura compatriota.
Hoy hemos seguido el camino que nuestra conciencia nos ha marcado, y no nos llevará de vuelta al Vaticano pero de lo que estamos seguros es que si se es amante del arte y la belleza, al menos la Capilla Sixtina es una experiencia que se debe vivir, pero si tiene claustrofobia o niños pequeños, lleve bolsas de mareo en la pañalera.
Ah! y algo importante que hay que saber. El código de vestimenta es muy estricto: nada de hombros al aire, shorts o faldas cortas. Nosotros no supimos eso pero era otoño, así que el clima y el sentido común estuvieron de nuestro lado. No volvimos a llamar al sacerdote. 18 meses después, Jaime fue bautizado en Cuernavaca. Hoy, a sus 16 años, es ateo. Ya no vomita más.