No es la primera vez, y de hecho me ha pasado mientras estoy de viaje. Ayer, mientras el médico colocaba el vendaje y la férula fue inevitable regresar 17 años en el tiempo, cuando también tuve un resbalón, y una fuerte lesión como consecuencia, pero en circunstancias totalmente distintas.
La primera vez que viajé a la Selva Lacandona, el corazón verde de Chiapas, la naturaleza me puso algunas pruebas duras. No sólo porque parecía que todos los animales venenosos a mi alrededor habían decidido venir a darme la bienvenida y aparecerse, también por lo que pasó el día que, tras caerme, me disloqué el hombro derecho.
Era un 21 de diciembre de 1996 y estábamos en la Estación biológica de Chajul, a la orilla del río Usumacinta. Como muchos seguramente saben, la importancia de la biodiversidad de la Selva Lacandona es un hecho reconocido y estudiado por muchos biólogos e investigadores que trabajan y se hospedan durante largas temporadas en este lugar. Ese día, el jefe de la estación había prometido cocinar un pavo para celebrar una cena pre-navideña, antes de que la mayoría se fuera a celebrar las fiestas decembrinas con sus familias.
Pero por la mañana recibimos la noticia de que había un campamento clandestino de saqueadores de pita (Aechmea magdalenae) por lo que emprendimos una expedición no por las veredas, sino abriendo brecha en medio de la selva para acompañar a los biólogos que pretendían obtener evidencia para denunciar el saqueo de esta especie vegetal protegida. Yo estaba ahí como parte de un equipo de producción de documentales y queríamos incluir el tema del saqueo y tráfico de especies en el documental que realizábamos. Pero sólo íbamos dos personas del equipo de producción, pues debíamos filmar a distancia, sin ser vistos. Así, el fotógrafo y director iba cargando la cámara y el equipo de grabación de audio, mientras que yo llevaba una mochila con latas de película de cine 16 mm y un triple sachtler para cine, que pesaba aproximadamente 18 kilos.
Llegamos tarde y los saqueadores habían levantado el campamento. Aún había evidencia de su fogata de la noche anterior. Se podía sentir aún su presencia y podían estar armados. Así que decidimos alejarnos lo más rápido posible. Yo corría con miedo, no sabía si temer más de los traficantes armados o de las nauyacas, una de las especies de serpientes más venenosas del mundo y que habita en esas selváticas tierras.
El jefe de la estación apretaba más el paso, aunque ya habíamos tomado suficiente distancia. ¿El motivo?, ¡Quería llegar a cocinar el pavo! Ahí, cuando me distraje pensando si valía la pena seguir a un líder más preocupado por su cena navideña que por una flacucha novata veinteañera que llevaba un tripié que pesaba la tercera parte de su peso, sucedió. Resbalé y todo el peso de mi cuerpo, de la mochila con película que no habíamos usado y del tripié cayó sobre mi hombro derecho. El dolor era insoportable y como por arte de magia se comenzó a hinchar.
En la estación había una sola mujer. Doña Blanca se encargaba de cocinar para los biólogos y de vez en cuando, la hacía de enfermera también. Cuando llegamos, mi compañero le pidió que revisara mi hombro. Ella sólo dijo… ¿pero a quién se le ocurrió llevar a esta niña a la selva? Yo no puedo hacer nada, tienen que llevarla al pueblo.
Chajul es el poblado más cercano, está enfrente de la estación biológica lo único que lo separaba de nosotros era un obstáculo natural: el río Lacantún, uno de los más caudalosos de la zona.
No iba a llegar ninguna avioneta en varios días y mi hombro podía empeorar si no me atendía, no un médico —porque en el pueblo no había—, sino un huesero. No lo pensamos mucho más y nos dirigimos a las lanchas para atravesar el río.
Me cubrieron con un impermeable amarillo, enorme, grueso, que me quedaba como un vestido. Era “solo para prevenir” pues era época “de secas”. Al poner el pie en la lancha, comenzó a caer el peor aguacero que he visto en mi vida. La lluvia duplicó el riesgo de cruzar el río, pues la corriente era muy fuerte.
No se exactamente cuánto tiempo tardamos en cruzar al pueblo, pero para mí fue como si durara una eternidad. La casa del quesero estaba a unos cuantos metros de la orilla del río. Llegué hecha una sopa, incluso se me había olvidado el dolor. El frío de la lluvia me había adormecido la mitad del cuerpo.
Entramos en una pequeña choza donde nos recibió una mujer pequeña, delgada, de rasgos mayas y voz bajita. Cuando me descubrió el hombro y vio la hinchazón me dijo: “vas a llorar”. Y se fue a llamar a su marido, el huesero.
Apareció un hombre alto, de piel blanca. Vestía camisa a cuadros y pantalones vaqueros. Usaba un sombrero del mismo estilo. Me contaron en el camino que él era “fuereño” y se había quedado allí por su esposa.
Observó mi lesión, me preguntó como había sido la caída. Y después de un silencio me advirtió: “no me gustan las que gritan” y sin más, jaló mi brazo con una fuerza que pensé que me iba a desmayar del dolor. Pero no grité. Por arte de magia, el hueso se acomodó y el dolor desapareció.
Aconsejó que, al salir de la selva, viéramos a un médico en Ocosingo. Eso ocurriría hasta una semana después, cuando llegara una avioneta para sacarnos de la reserva. Eran los noventa y aún no había muchos de los puentes que hoy existen. Salir por carretera podía ser muy complicado en aquellos años.
Cuando salimos de la selva, después de mi primer encuentro con un jaguar, de asustarme con los sonidos de los monos zaragatas y de leer un libro maravilloso, ni siquiera recordaba la lesión de mi hombro. Lo que siempre recordaría sería el rostro duro de aquel hombre blanco que, en medio de la selva, me enseñó a no tener miedo al dolor.