Cuando hacíamos esos viajes aún no existía la autopista del Sol, así que recorríamos durante ocho o nueve horas los pueblitos que Morelos y Guerrero nos iban poniendo a pie de carretera. Siempre viajábamos de noche. Supongo que a mi padre le gustaba tener la esperanza de que en algún momento, todos los pasajeros del auto quedaríamos perdidamente dormidos y él podría estar sólo con sus pensamientos en la tierra que lo vio nacer.
Yo casi no dormía profundamente, al menos no lo hacía cuando ya tenía siete u ocho años. Dormitaba y me despertaba, varias veces a lo largo del recorrido. Pero me quedaba callada, para que ellos pensaran que estaba dormida. Claro, como todos los niños que viajan, preguntaba unas 200 veces en el trayecto si ya casi llegábamos. No los culpo por quererme mantener dormida.
Lo que recuerdo de poder viajar de noche hacia el sur son tres cosas. La primera está vinculada a mis pensamientos mientras veía la Sierra Madre en la oscuridad, pues me preguntaba cómo eran los animales que allí vivían, si habría fantasmas, si algún espíritu era dueño del camino y mil cosas más.
La segunda es la música que mis padres iban escuchando. Muchas veces cantaban durante el trayecto. Quizá lo recuerdo porque en algunos momentos, los vi ser cariñosos entre ellos cobijados por la oscuridad de la carretera, cosa rarísima en mi memoria.
La tercera eran las anécdotas que mi padre platicaba a mi madre mientras manejaba. Sobre su tierra, los cultivos, la familia, su madre, cómo se fue de allí, su padre, su abuelita, el ser campesino, cómo nadaba en el río y su añoranza por el mar.
Hay una cuarta cosa que la autopista del sol y su maxi túnel me robaron. Hablo de la vista al mar al entrar a Acapulco, donde vivía la familia paterna. Aunque mi padre dice que viajábamos de noche para aprovechar mejor el tiempo de las vacaciones, para evitar el tráfico y mil motivos más, yo se que en el fondo él y yo amábamos viajar de noche por una misma razón: llegar puntuales a una cita con el mar y el amanecer.
Cuando era adolescente comencé a sentir un vacío de origen. Me faltaba el amor a la tierra, ese que mi padre tenía a pesar de haber salido de Guerrero siendo un jovencito. Envidiaba a quienes tenían un pueblo al cual volver cada año para las fiestas patronales o para la navidad en familia, a quienes siempre tenían un motivo para decir “en mi tierra esto sabe mejor”.
Así que siempre que me preguntaban por mi origen, decía que era chilanga pero que mi familia venía de Guerrero. Me gusta por ello la música de la costa, los violines de los sones de tierra caliente, las picaditas para desayunar con café de olla, las mojarritas de río y las mojarrotas de mar —bien fritas, casi quemadas—, las empanadas que comía en la playa, retozar en las hamacas, mirar al horizonte y siempre buscar el mar.
Guerrero nunca ha sido una tierra fácil. Desde que me acuerdo, en la familia hay historias de machetazos, balazos, guerrilla, batallas y pleitos. Pero yo jamás había tenido miedo, hasta que supe que más allá de que los guerrerenses son “calientes de nación”, la tierra de mi padre ha estado ocupada por el narcotráfico desde hace muchos años. Yo jamás había sentido tristeza por la tierra de mi padre, hasta que pude entender por qué él tuvo que subirse a un autobús con apenas unas cuantas prendas de ropa humilde y no volver jamás.
Yo jamás había sentido esta rabia hasta que viajé a otros lugares como Chiapas, Oaxaca y Veracruz y conocí la realidad de las familias campesinas y supe que, igual que mi familia de origen, quedarse en el campo es complicado y que vivir con la añoranza de la tierra es más un asunto de éxodo involuntario al que te empuja la pobreza o la violencia, y no la visión romántica que yo tenía al ver los ojos húmedos de mi padre.
Cuando en 2009 compré un jeep, yo quería recorrer con mis hijos los caminos del sur. Quería darles a ellos eso que mi padre me dio a mi. Lo compré en los primeros días de diciembre y al primer lugar al que fuimos, fue a Cuernavaca. Unos días después, asesinaron a Arturo Beltrán Leyva y la sangre comenzó a correr. Mis intenciones de venir cada fin de semana a tocar base a Morelos para luego agarrar camino hacia Guerrero se vieron frustradas.
Apenas unos cuantos meses después, comenzó a ser casi suicida viajar de noche y específicamente en una camioneta como la mía. Comenzaron los retenes y siendo una mujer sola con dos hijos, decidí no arriesgarme. Dejé que el miedo aplastara mi espíritu de amante de los caminos del sur. Tomé otra dirección y para las vacaciones de diciembre de 2010 subí a los hijos y los perros y nos fuimos hacia el Golfo de México.
Me la pasé quejándome de que extrañaba las grandes olas del Pacífico, la comida, el pescado, el pozole, en fin. Que yo quería estar en Guerrero pues. Meses después, debajo del mismo puente que manejaba a diario para ir del campamento en Boca del Río hasta los Portales en Veracruz en aquellas vacaciones, aparecieron no se cuantos cuerpos abandonados en una camioneta pic-up. Me enteré por las noticias y sentí escalofrío. Así, mis viajes en carretera por México quedaron prácticamente cancelados. Un año más tarde, decidí vender mi jeep pues las cosas no parecían mejorar.
Pero en diciembre de 2013, después de que muchas veces habíamos expresado nuestro deseo de hacer un viaje juntas, mis dos mejores amigas y yo, junto con nuestros hijos, tomamos carretera y de nuevo recorrimos los caminos del sur.
Mi amiga María nació en la Costa Chica de Guerrero y siempre habla con ese mismo entusiasmo que lo hacía mi padre del pan de su pueblo, del café, del mar, de la comida, de su madre, de su padre, de su tierra. Viajar con ella, tener la oportunidad de conocer su casa en El Porvenir, un pueblo pequeño de la Costa Chica, para mí fue como regresar a la infancia, a aquellos viajes con mi padre.
En la Costa Chica no sólo pude conocer playas espectaculares como Playa Ventura, Copala, La Bocana o Las Peñitas; también pude ir a dos fiestas, una boda y un bautizo, donde sentí y recordé la hospitalidad del pueblo guerrerense. Comí más barbacoa que en toda mi vida, bailé con cervezas en la cabeza y por un momento, me olvidé del por qué la policía comunitaria estaba ahí, cuidando el baile, pendiente de todo.
Nunca, en toda la semana que estuve allí, sentí miedo. Y nada había cambiado, Guerrero siempre ha sido un hervidero de conflicto social pues desde siempre ha estado enmarcado por la pobreza, el narco, la violencia, la falta de oportunidades. Pero es una tierra de gente que mira a los ojos, que aprieta fuerte las manos, que dice las cosas como son, que mienta madres y no se deja. Es una tierra de gente que camina con la frente en alto, que no se agacha y que no olvida. Guerrero es una tierra de gente que ha vivido, crecido, envejecido y muerto en pie de lucha durante no se cuántas generaciones, tal vez todas.
Guerrero y sus caminos, igual que su gente, te abrazan, te alimentan, te divierten, te enamoran. Pero sin dejar de estar en lucha, sin dejar de se lo que son, lo que la historia los ha hecho ser. Y yo, como viajera que soy, como hija de guerrerense que soy, se que nunca daré la espalda ni a Guerrero, ni a la gente que le da vida, en medio de cualquier adversidad. Así que ¡Vámonos por los caminos del sur!
Andanzas en Femenino
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Por los caminos del sur
Cuando era niña viajé mucho en carretera con mi familia y el rumbo siempre era el mismo: el sur. Mi padre nació en el estado de Guerrero y no tiene un carácter fácil, sin embargo, los mejores recuerdos que tengo de él están enmarcados por el brillo de sus ojos verdes mientras hablaba de su tierra con un acento costeño que le volvía en automático en cuanto se bebía su primera Yoli en Iguala.
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