Andanzas en Femenino
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Paz que se construye al andar

Muchas veces hemos hablado en este espacio de la diferencia entre turista y viajero. Y es que aunque suene a cliché, la realidad es que sí existen formas diferentes de involucrarte con el entorno cuando estás fuera de tu contexto cotidiano. Cuando se tiene un espíritu viajero, al conocer nuevos lugares se incluye involucrarse lo más posible en la rutina de sus habitantes. No importa si la permanencia es por una semana o por un mes, lo importante para un verdadero viajero no es ver los lugares, sino tratar de sentir cada lugar donde está parado.


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Así, la comida, el transporte, los mercados, las calles en los barrios populares, las expresiones artísticas —mientras más espontáneas, mejor—, los parques llenos de niños que juegan al salir del colegio, los embotellamientos y hasta un picnic en algún espacio verde son importantes espacios de conocimiento para un viajero.
Cuando uno viaja con este espíritu, se vuelve muy observador y si algo puede permitirnos asomarnos a la realidad que no está en las páginas rosas de las guías turísticas son las manifestaciones sociales. Cuando los ciudadanos toman las calles para expresar su descontento y uno está apenas de paso por esa ciudad, toparse con una manifestación puede ser una gran experiencia.
La primera vez que vi una manifestación en el extranjero estaba en Montevideo. Iba saliendo de mi hotel pues al grupo de periodistas que participábamos en un seminario allí nos habían preparado un tour para “conocer” la ciudad. Antes de subir a la camioneta que nos llevaría, escuchamos consignas a lo lejos y se alcanzaba a ver un pequeño contingente de pilotos, aeromozas y otros trabajadores de la aerolínea sudamericana LAN, que en aquel 2009 estaban amenazando con una huelga y exigían mejoras en sus condiciones laborales. Por supuesto, y tal vez por el hecho de ser todos periodistas, nadie se subió a la camioneta. Comenzamos a tomar fotografías en automático.
La segunda vez, estaba en París. Caminaba de la manera más ordinaria y turística que se pueda imaginar, sobre una acera de la avenida Champs Elysées. El tránsito de automóviles era desviado porque venía una manifestación de trabajadores sindicalizados, denunciando violaciones a sus derechos laborales. Mi reacción fue la misma, pero esta vez pude platicar con algunos manifestantes que me contaron que el desempleo crece en Europa, que los jóvenes ya no están teniendo las mismas garantías y prestaciones sociales, que las cosas por las que lucharon mucho el siglo pasado, estaban cambiando.
Los policías estaban ahí, pero no se sentía el mismo temor que se siente en México. Estaban para cuidar a los ciudadanos que ejercían su derecho a la libre manifestación de las ideas.
Ayer, 20 de noviembre, acudí al Ángel de la Independencia y marché sobre la avenida Reforma, en una de las zonas más visitadas por los turistas y viajeros que llegan a la Ciudad de México. Algunos se acercaron para preguntar el motivo de tal concentración de personas enojadas, indignadas. En particular una familia oriental se acercó y escuchó atentamente lo que algunos manifestantes les explicaban en inglés, sobre la situación del país, sobre las desapariciones, sobre Ayotzinapa. Sus rostros iban desdibujando las sonrisas y sus miradas eran casi compasivas.
Caminaron un rato con el contingente, hasta que se separaron deseándonos que la expresión ciudadana que estaba tomando las calles tuviera éxito.
Pasó por mi mente lo que leí y vi en videos subidos por ciudadanos a youtube en 2011, durante las manifestaciones y posterior revolución en Egipto. Recordé que algunos amigos extranjeros me han preguntado cómo no ha habido una revolución, si en México se puede mover de tal manera la gente y llenar la plancha del Zócalo.
Hay quienes dicen que las manifestaciones pueden dar “una imagen negativa” de la ciudad ante los ojos de los visitantes extranjeros, que eso afecta la economía, y más argumentos. Sin embargo, yo creo que la imagen que se llevan de México los extranjeros que observaron la marcha pacífica del 20 de noviembre, o incluso los que se unieron, es la de un pueblo solidario, fuerte, enojado, que quiere vivir en paz.
Cuando yo viajo a algún otro país, no veo la televisión, porque me parece perder el tiempo. Entonces yo me pregunto, ¿por qué estando en nuestra ciudad preferimos encerrarnos en cuatro paredes para vivir la realidad a través de los ojos de otras personas que nos lo cuentan por televisión?
El 20 de noviembre, miles de personas marchamos en forma ordenada y pacífica. Lo que pasó al final, cuando un pequeño grupo comenzó las provocaciones, llenó las pantallas. Madres angustiadas comenzaron a llamar por teléfono a sus hijos, jóvenes estudiantes que sólo quieren que se detenga el río de sangre que baña sus pies. Comenzó la psicosis, activistas de sofá que sólo daban RT a algún tweet alarmista se sumaron a las imágenes que las televisoras manejaron en encuadre acotado.
Pero el camino a la paz, a la reconstrucción social, al verdadero espíritu de una ciudad, de un país, de un pueblo, no cabe en una pantalla de televisión, ni siquiera en una de 80 pulgadas. Tampoco en una simple guía de turismo, pero sí puede caber en un corazón viajero, de la misma manera que cabe en una mente abierta.

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Elizabeth Palacios

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