Yo misma empecé el pasado 9 de enero un proceso de desintoxicación del cuerpo a partir de cambios importantes en mis hábitos alimenticios. Y por ello, uno de esos días en que terminé agotada de tantas verduras desinfectadas, partidas, ensaladas diseñadas, jugos preparados, arroz cocido, frijoles hervidos, viajes al mercado, me hice una pregunta… ¿y podría seguir con este propósito si mañana mi editor me enviara de viaje?
He leído mucho últimamente que el mejor lugar para comer sano y bien es en casa y en familia. Menudo reto para los que nos gusta andar por ahí viajando y conociendo nuevos lugares. Sin embargo, un buen viajero siempre sabe que su casa es el lugar en donde amanece cada día.
Así que la clave está en encontrar la manera de convertir el hotel, la pensión, el campamento o simplemente la arena tibia en tu hogar.
La primera vez que viajé a París llevaba tres meses acudiendo a consulta regular con una nutrióloga para combatir mi problema de sobrepeso. La consulta inmediata anterior al viaje, yo había bajado seis kilos en tres meses y estaba que brincaba de gusto. Sin embargo, sí tenía un miedo tremendo no sólo a recuperar esos kilos al dejarme seducir por los deliciosos platillos de la mejor cocina del mundo, también a que todo el esfuerzo puesto en ese camino a mi salud hubiera sido en vano. Así que mi nutrióloga me dio algunos consejos que me permito compartir con ustedes en esta columna.
El primero y muy importante: tratar de seguir comiendo bien, aún estando en un país nuevo. Sí, eso suena difícil porque a la gente le dicen vacaciones y parece que es una invitación al festín de Babel. Literalmente, se quieren comer el mundo, con todos sus sabores, grasas y carbohidratos.
Obvio lo primero que le dije a mi nutrióloga era que yo estaba convencida de que una cultura también se conoce a través de su comida, y que no estaba dispuesta a ir a Francia y no probar los más deliciosos quesos (mi régimen alimenticio tenía excluidos los lácteos) o los croissants con chocolate caliente en pleno noviembre.
Así, ella me aconsejó hacer sólo una comida “pecadora” al día. Es decir, de las cinco comidas que una persona sana debe hacer (tres fuertes y dos colaciones), una de esas estaba permitido que rompiera las reglas. En la otra, trataría de seguir combinaciones que se acercaran lo más posible a lo que comía en casa. Es decir, alimentos universales que hay en cualquier ciudad. Frutas, ensaladas, legumbres, carne, aves, pescados, de preferencia sólo asados o cocinados de manera muy sencilla.
Eso me permitió una vez cenar un gigantesco croque madame, que no es más que un sandwich de jamón con queso gratinado y un huevo poché, absolutamente prohibido en mi dieta. Otro día pude probar los deliciosos postres parisinos de chocolate que me hacen suspirar, algún otro pude perderme en una chocolatería del barrio latino y un par de días pude desayunar croissants y comer brioche con nutella como cualquier persona feliz en París.
La clave estaba en comprar en las pequeñas tiendas de esquina alimentos que pudiera almacenar en el frigobar del hotel o en mi bolsa. Fruta, semillas, yogurth bajo en grasa, agua y algunos otros alimentos sanos. Así, las nueces me daban energía para las largas caminatas y el agua me mantenía hidratada, igual que la fruta.
Al volver a México, fui a consulta con la nutrióloga y la grata sorpresa fue que no sólo no subí de peso, sino que bajé 500 gramos por el ejercicio constante de los viajes.
Esa técnica traté de aplicarla en mi siguiente viaje, que fue a Milán, Italia. Allí sí fue mucho más difícil. Tenía unas jornadas de trabajo pesadísimas, de 14 horas seguidas, no era disciplinada con mis horarios de comida y cuando podía ingerir alimentos, me metia a la boca lo primero que veía alrededor que regularmente era pasta, paninnis o helados. ¿El resultado? volví con dos kilos encima que gané en sólo una semana en Italia donde ni siquiera llegaba a completar tres comidas cada día, tomaba poquísima agua y una dieta alta en carbohidratos, lácteos y azúcar. Todo mal.
Por ello, ahora también trato de desapegarme del deseo de probar toda la comida prohibida en un solo viaje y pienso: Si estuviera en mi casa, no desayunaría diario chilaquiles con arrachera, comería pozole y cenaría tacos de pastor y de postre churros con chocolate… ¿o si? Si lo hiciera ya habría tenido al menos un conato de infarto.
Y ¿qué me hace pensar entonces que en París puedo vivir de crepas de nutella o en Italia puedo vivir de pizza margarita o en Nueva York de hot dogs del Gray’s Papaya? En todas las ciudades hay opciones de comida saludable, si bien no siempre son las más económicas, eso sí es cierto. En algunos países de oriente, aunque parezca que viven sólo de pescado y arroz, muchas veces la forma de preparar los alimentos también nos hace alejarnos de nuestras ganas de comer bien en un viaje. La comida frita en Tailandia, las enormes salchichas en Alemania o el exceso de patatas en España, por ejemplo.
Por eso es que mi principal consejo es tomar en cuenta que sí, la comida es una experiencia pero como en cualquier cosa, es posible disfrutarla si es con equilibrio y moderación. Al menos, si es que no quieren contraponer esos dos propósitos de año nuevo que lucen muy bonitos en la lista que pegaron en el refrigerador el 31 de diciembre. ¡Salud por los propósitos, por los viajes y por la sana alimentación queridos lectores!