Yo me enamoré, y luego estuve casada durante siete años, con un hombre cien por ciento viajero, cuyo trabajo además lo tenía constantemente de un lado a otro y, lo mejor, procuraba arreglar todo para que yo pudiera acompañarle siempre.
Así, mi primer luna de miel fue una escapada. Literal. Lo acompañé a firmar los papeles de una casa que estaba comprando en Cuernavaca. Yo vivía con compañeras de estudio en la Ciudad de México y jamás me había pensado que algún día dejaría mi amada Chilangolandia por irme a vivir a una ciudad pequeña que sólo me sonaba a fin de semana, pero esa es otra historia.
En aquella escapada yo no sabía que en realidad mi futuro esposo estaba firmando las escrituras de mi futura casa morelense. Yo sólo estaba flotando entre nubes con mariposas en la panza, visité el Jardín Borda, tomé agua de alfalfa y piña en el zócalo y luego zas… nos aburrimos y nos escapamos a Taxco.
Allí conocí un hotel hermoso… bueno conocí es un decir porque en esas estampas lunamieleras realmente no salíamos mucho de la habitación y… no entraré en esos detalles (jeje sorry por eso).
Un mes después, mi amado y yo cumplíamos años. El mismo día (sí, así o más cursis) Yo había pensado viajar a Zipolite a tener mi primera experiencia con hongos alucinantes (tenía 20 años, no me culpen) pero en lugar de eso, mi amado me preparó toda una semana en la hermosa ciudad de Oaxaca y ya ni siquiera fuimos a la playa y, dicho sea de paso, ya transcurrieron 20 años y sigo sin vivir mi experiencia con los hongos.
Recuerdo que lo que amé de Oaxaca fue, además de comer en el mercado, un pequeño local donde los extranjeros iban a bailar salsa, bueno a intentarlo porque los europeos no tienen mucho talento en la pista si de ritmos latinos se trata. Y claro, yo fui la sensación del lugar y le saqué brillo al piso.
Las lunas de miel no se detuvieron. La siguiente fue Baja California sur, donde de hecho nos casamos y hasta acariciamos ballenas grises en la laguna Ojo de Liebre, cuando yo ya tenía tres meses de embarazo.
Unos meses después, estábamos explorando el bosque michoacano y fotografiando mariposas monarca, tomando chocolate y pan en el pueblo de Angangueo.
Después pretendíamos separarnos un poco, yo quedarme a descansar en el DF y él seguir trabajando, pero no lo logramos. Me deprimí horrible y mejor me uní a la expedición nuevamente. Así, todo mi embarazo estuve viajando.
En Villahermosa, donde estuvimos casi dos meses, probé las delicias del pejelagarto en ensalada, en empanadas, asado a las brazas… uff en mi formas. Pero sin duda lo mejor eran los tamales de chipilín o las postas de robalo. Eso sí, un coctel de camarón caliente con pepinos fue lo más horrible que había probado en la vida.
Después siguió Chiapas, la selva, la montaña y las delicias culinarias de San Cristóbal.
Los viajes y el amor fueron parte esencial de nuestros primeros tres años de relación. Y ahora viene la parte cursi que no me atrevía a confesar… por azares del destino y estando en medio de un pueblo desértico donde no teníamos calendarios… mi amor y yo nos casamos justamente un 14 de febrero, exactamente hace 20 años.