Estoy llegando aquí de nuevo, tras haber pasado dos semanas en París, trabajando y tratando de entender la cotidianidad de esa ciudad que para mí ha sido un sueño concreto por más de cuatro años.
Le cuento a Arturo mis aventuras, las dificultades con las que me topé, pero también las cosas y personas lindas con las que me crucé. Su expresión sigue siendo igual: “No se porque amas tanto París”.
Este fue mi cuarto viaje pero ha sido el más completo de todos. Y es que llegar a esa ciudad, con poco dinero y altas expectativas puede resultar un tanto duro. El idioma no fue un problema, he ido mejorando en ello, sin embargo, en el mundo de los negocios preferí utilizar el inglés, para tratar de evitar malos entendidos.
Este viaje también me enseñó que hay ciudades con ritmos muy definidos, donde improvisar puede no sólo ser extraño, sino incluso puede jugar en tu contra.
Aunque conseguí algunas cosas siendo osada e improvisando, la realidad es que aprendí que aquí se valor mucho más la anticipación y la organización, aun cuando la improvisación vaya enfocada a obtener resultados que para tus objetivos son importantes.
Aprendí también a ser discreta y hablar en tono más bajo. Algo que no practico mucho en México pero que aquí sería definitivamente parte de mi carta de presentación a cualquier sitio al que me presentara.
Otro aprendizaje fue que cuando el calendario marca el inicio de la primavera no es nada más que eso, una fecha en un calendario. El clima lleva su propio ritmo y las lluvias, los vientos fuertes y gélidos, y una humedad constante me acompañaron en cada uno de los recorridos que a diario tenía que hacer para llegar desde la Ville de Courbevoie hasta el centro de París.
Pero aprendí que si el sol se asoma, la ciudad se vuelca. Los niños salen a la calle con sus scooters, los parques se llenan de familias tiradas al césped, como aquel domingo que recorrimos La Villete y caminamos por más de una hora a la orilla del Canal de l’Orque.
Curiosamente, también en este viaje aprendí más sobre la diversidad cultural y religiosa de esta ciudad. Visité Bobigny, un barrio habitado en su mayoría por inmigrantes de África e India, para acudir a un templo indio donde probé una de las comidas más deliciosas de mi vida, sin pagar un euro por ella.
Me refugié de la lluvia entrando a una iglesia católica en medio de una misa. Un ritual del que me había olvidado, a pesar de haber crecido en una formación católica.
Aprendí sobre el valor de la puntualidad y que no puedes confiar en el cálculo del tiempo que hace la app que te ayuda con las rutas del metro y el RER. Siempre llegarás tarde si te confías.
Aprendí que beber vino comprado en cualquier licorería atendida por chinos, acompañada de un panadero francés que te canta al oído debajo del Puente Nuevo, mirando los barcos navegar por el cena es un cliché pero es algo que sí, puede pasar, y de hecho pasa.
Aprendí que pasar un día en casa hablando con la familia vale mucho más que los paseos a museos o monumentos repletos de asiáticos tomando fotos.
Aprendí que un arcoíris siempre te da esperanza porque es un regalo de la naturaleza, que cobra un sentido más chic si aparece mientras te cubres de la lluvia en el Jardín de Tulleries.
Pero sobre todo aprendí que no importa si estás en París, en México, en Madrid o en donde sea, lo importante es siempre saber que aunque haya momentos de cansancio, de añoranza o incluso de rabia ante alguna dificultad, tus pasos firmes son la única guía que te hará pisar fuerte para marcar bien tu huella en ese camino que has elegido. Así, que a seguir andando caminos, viajando y persiguiendo sueños, pisando fuerte.